martes, 10 diciembre, 2024

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EEUU pierde la batalla contra un enemigo invisible e infernal

Desde los meses transcurridos, el coronavirus prosigue desatado al otro lado del Atlántico, remotamente a doblegarse y sobrepasa las cifras más pésimas de contagios y en el exceso de mortandad. Sobraría decir, que, en estas últimas jornadas, las gráficas en Estados Unidos son irrisorias en la comparativa con la de los días precedentes. Mientras, el Viejo Continente lucha por controlar los rebrotes y casos importados.

Dicho esto, la primera potencia mundial supera los 45.000 nuevos casos detectados en las últimas horas, que marcan un récord absoluto y los confirmados diarios para los Estados de Florida, Nevada y Carolina del Sur, localizados en su amplia mayoría entre la población más joven.

Sin ir más lejos, Texas, con su capital en Austin y la ciudad más poblada en Houston, ha alcanzado en veinticuatro horas la suma de 5.996 infectados. Curiosamente, este Estado sería el que rompería el hielo en la aplicación del desconfinamiento y de momento, se ha visto forzado a frenar en seco la desescalada, ante la sospecha de una segunda oleada más incisiva.

EEUU, con un censo poblacional de 330.991.690 habitantes, cuantifica según la última actualización proporcionada por ‘Worldometer’, que es un sitio web de referencia con estimaciones y estadísticas en tiempo real basados en diferentes algoritmos, 3.647.715 enfermos por el SARS-CoV-2. Toda vez, que las autoridades de salud entienden que en realidad lo han padecido, poco más o menos, que unos 20 millones de personas.

Es decir, diez veces más de lo que muestran los guarismos oficiales.

De hecho, hasta veintinueve Estados están padeciendo un resurgimiento del virus. Indudablemente, ello ha apremiado que numerosos gobernadores hayan echado el freno en las fases de desescalada. Originando como no podía ser de otra manera, otro varapalo para la economía y el ámbito laboral, con casi un millón y medio de inactividades, tal como lo hace saber el Departamento de Trabajo.

Y no hablemos en lo que atañe a los decesos, que aglutina el trágico registro de 142.064 fallecidos; lo que representa un cuarto del total de finados en el planeta, alcanzando trágicamente las 602.657 víctimas. Guarismos, que incuestionablemente se habrán modificado a la lectura de este texto. Rebasando con creces los 116.516 soldados estadounidenses, que murieron en los sangrientos episodios de la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918). Luego, la detención del escenario epidemiológico se ha transformado en un parapeto político.

Entretanto, el patógeno continúa propagándose a sus anchas. No es que este territorio se enfrente a un segundo azote, sino más bien, podría sostenerse, que aún no ha superado el primero. Más que un enjambre, lo que está experimentando es parecido a un tsunami letal que no da tregua.

Las reseñas citadas preliminarmente, no dejan duda de un incremento acelerado del COVID-19. E incluso, podría considerarse que son más alarmantes que cuando Nueva York soportaba los primeros coletazos. La acentuación en todas las variables, más el ascenso de ingresos hospitalarios y de afectados de todas las edades, evidencian que este continente es el epicentro global y sus representantes advierten con imponer más limitaciones.

Con estos mimbres, lo que se desencadena en Estados Unidos con el impacto del recrudecimiento de la pandemia, supera el pico detectado el 24 de abril como especifica la base de datos de la Universidad Johns Hopkins, que suele ir más adelantada que la Organización Mundial de la Salud, OMS, al recopilar directamente las referencias.

Y es que, la curva epidemial vuelve a tomar protagonismo desde los mínimos reconocidos a finales de mayo, representando el 54% con respecto a hace cuatro semanas y en los que el desconcierto y las discrepancias entre el presidente, los asesores sanitarios y gobernadores de cada Estado, persisten con más pujanza.

Haciendo una breve cronología en la irrupción del virus que nos ayude a fundamentar el reasentamiento endémico, dos semanas más tarde que las autoridades chinas comprobaran el tipo de coronavirus, todo comenzó allá por el 20 de enero, próximo a la ciudad de Seatle, perteneciente al Estado de Washington. En los prolegómenos de lo que estaría por llegar, la evolución de infectados se consideró paulatina, pero precipitadamente despuntó exponencialmente.

Es de precisar, que las decisiones iniciales tomadas por la Administración de Donald John Trump (1946-74 años), fueron bastante adecuadas.

Ya, el 31 de enero, el presidente norteamericano incluyó una prohibición, con el acceso de extranjeros que en las dos semanas anteriores hubieran visitado la República Popular China. Posteriormente, habrían de transcurrir treinta días para que se tuviera constancia del primer fallecimiento.

Detrás, el 11 de marzo, Trump impidió cualquier desplazamiento proveniente de 26 naciones europeas. Cuarenta y ocho horas hubieron de sucederse, para que inmediatamente se emitiera la emergencia nacional; teniendo en cuenta, que los contagios avanzaban a los 1.500 y 40 personas habían perdido la vida.

En seguida, al Gobierno Federal le acompañaron el resto de Estados, que de la misma manera declararon el estado de emergencia. Pero, la punta del iceberg se hizo visible el 17 de marzo, con la filtración del Plan Federal que informaba que el SARS-CoV-2 podía prolongarse por un año y medio o más. El documento destacaba que el brote aparecería en repetidos aluviones de infecciones.

Sin embargo, a pesar de tener conocimiento de lo que se avecinaba, el Gobierno no sancionó ninguna medida restrictiva que condicionara significativamente el movimiento de los ciudadanos dentro del país; como, del mismo modo, no incorporó el confinamiento.

A partir de aquí, el contexto sanitario en todos sus aspectos iría agravándose cualitativa y cuantitativamente. En aquella fecha los fallecimientos se dispararon al centenar y los infectados rozaban los 6.500. Cabiendo catalogarlo, como el factor principal en la expansión del COVID-19.

En el período descrito el mandatario declaró que las circunstancias excepcionales estaban bajo el control de las autoridades, pero la mortalidad alcanzaba cotas impensables.

En las semanas sucesivas el mapa de EEUU se tiñó de zonas rojas. El panorama era dantesco, los enfermos se habían ampliado en más de diez veces. Para el 27 de marzo, Nueva York tenía entre sus listas a más de 39.000 personas con síntomas derivados del patógeno. Al anticiparse la proliferación fulminante de óbitos, desde los fatídicos atentados terroristas del 11S, no se habían instalado en las calles morgues móviles.

Instante, en el que se llamó a poner en práctica el distanciamiento social como regla de oro, pero Nueva York no se enclaustró, ni tampoco estableció el aislamiento. Meramente previno, que aquellos que abandonaran la ciudad, al menos guardasen 14 días de cuarentena voluntaria.

Este matiz difiere drásticamente en el proceder de China, que pertinentemente implantó un cerrojazo de emergencia y bloqueó la provincia de Hubei y la ciudad de Wuhan, donde el virus aparentemente emprendió su esparcimiento. Las consecuencias son por todos conocidas: con muchos sacrificios, el gigante asiático consiguió aplacar la propagación y prácticamente se ha liberado de la perturbación epidemiológica, con pequeños rebrotes recientes que parecen estar dominados.

Simultáneamente, Estados Unidos se ha sumergido en un callejón sin salida. Me explico: Los americanos alarmados por la posible escasez de abastecimiento, han adquirido en masa productos de primera necesidad y no perecederos, para predisponerse a las perores predicciones por motivos de la pandemia.

Y por si fuese poco, por insólito que pueda parecer, algunos ciudadanos se hicieron de municiones para sus armas de fuego, como si se estuvieran organizando para algo así como un apocalipsis. Es manifiesto, que el Gobierno ha naufragado en aclarar a la población que no había necesidad de ello, de ahí que no haya evitado que el temor se generalizara.

Palpándose la frustración en la gestión de la crisis sanitaria, el presidente ha aprovechado el entresijo epidemial para su beneficio y se ha guardado un as en la manga para las próximas elecciones. No obstante, entre el irrisorio confinamiento de algunos Estados y los millones de parados que ello ha favorecido, los expertos evalúan la viabilidad de tumultos y levantamientos. Nadie quiere contemplar esta coyuntura, pero conforme se agranda para mal las secuelas socioeconómicas, es irremediable tantear el espectro de asaltos y desvalijamientos.

El resquicio que esto aconteciese, pero, sobre todo, con qué carácter replicarían las fuerzas de seguridad, son interrogantes que inevitablemente afloran en los debates con diferente pulso.

En trechos indeterminados como estos, el derecho a protegerse, a salvaguardar la familia y propiedades, no pueden ser más trascendente. El coronavirus ha implicado el mayor aumento en la venta de armas de la historia de este país. Sólo, en Illinois, el mes pasado se compraron medio millón de armas. Como literalmente comentaba el dueño de una de estas tiendas en Nueva Jersey: “La gente ha visto cómo actúan algunas personas en una situación de emergencia. Por lo cual, le han visto las orejas al lobo y ahora se sienten en el deber de protegerse”.

No quedando aquí la cuestión, porque ante el cierre genérico de los negocios producto del aislamiento, los locales de armas permanecen a disposición de la clientela. Tanto en Los Ángeles como en Misisipi, estos establecimientos se han convertido en servicios fundamentales con ventas al alza. Es más, existen empresas que han agotado sus remesas de municiones, haciendo encaje de bolillos para atender las solicitudes.

En esta tesitura, la maldición del SARS-CoV-2 pulveriza el tejido económico a un compás desorbitado. En el tiempo que se prolongó la Gran Recesión de 2008 y 2009, se desbarataron unos 8,8 millones de ocupaciones. Hoy, el virus ha arrasado el doble. Dígitos demoledores en un espacio donde un tercio de la gente no dispone de ahorros.

Las apreciaciones de crecimiento económico alternan cifras desorbitantes. La subsidiaria ‘Moody’s Analytics’, que facilita la investigación económica sobre riesgo, desempeño y modelos financieros, así como servicios de consultoría, capacitación y software, deduce que si la economía norteamericana reabre con normalidad, la contracción interanual del PIB en el segundo trimestre rondaría el 30%.  En cambio, si se dilata la interrupción, la retracción alcanzaría el 75%.

Con estas perspectivas nada halagüeñas, un tercio de los neoyorquinos no han podido hacer frente al arrendamiento de junio. Se augura que más de 20 millones de personas se han quedado sin empleo. Los servicios públicos están desbordados para examinar el alud de peticiones de ayuda.

A las tensiones financieras han de añadirse las derivaciones biológicas del patógeno en los agentes de la policía, como los de Nueva York que están en la vanguardia de la batalla: sus responsabilidades cotidianas, como la disgregación de grupos que rechazan las normas de la separación física les ha pasado factura a su salud. Uno de cada cinco se hayan de baja médica por infección. En la parte positiva, la reclusión ha conllevado el descenso de las infracciones y la anulación de importantes eventos, que les permite dedicarse a otros menesteres oportunos.

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Otros observadores son más suspicaces con los atracos o revueltas masivas a los que nos han familiarizado las pantallas del cine. Uno de los paradigmas que últimamente más se mueven es el “espíritu de Blitz”: la asombrosa fortaleza y cohesión social que, con salvedades, definieron en la Segunda Guerra Mundial a los británicos en los bombardeos de sus metrópolis.

Actualmente, en medio del shock traumático endémico, retorna este impulso vinculado a la grandilocuencia del conflicto bélico. Llamando a la unidad y fortaleza social para soportar la acometida del COVID-19, con la aprensión de las incidencias importadas de otras naciones que escalonadamente vayan reabriendo sus fronteras.

Recuérdese la colisión psicológica y moral entre la población, compleja de cuantificar, pero algo perdura de ese “espíritu de Blitz” con los aplausos que ofrecimos en los balcones, o en la unidad denotada por los líderes de las fuerzas políticas detrás de la acción del Gobierno y, desde luego, los hombres y mujeres dispuestos en los hospitales y residencias de ancianos, exponiéndose a un contagio más que previsible.

Fijándonos en los ciudadanos británicos, por aquel entonces, la Administración de Winston Churchill (1874-1965) habilitó planes de contingencia para eludir el pánico. Estimándose que unos cuatro millones de individuos aproximadamente, la mitad de los residentes en Londres, sufrirían alguna dificultad nerviosa.

Contrariamente, sucedió lo inimaginable: millones de personas desempeñaron sus funciones laborales, se refugiaron en el metro en horas interminables y los casos psiquiátricos decrecieron.

En lo más peyorativo de los hechos existentes, las autoridades podrían intervenir de diversas formas. La más inexorable y que apresuradamente ha deambulado en las redes sociales, es la Ley Marcial. El desenvolvimiento del Ejército americano para asegurar la paz, entre algunas de las misiones, es algo que los expertos en seguridad todavía ven lejano.

La Ley Marcial se secundó como un recurso habitual, concretamente, entre 1857 y 1945; fue formulada en setenta ocasiones mayoritariamente por un gobernador estatal que la aplicaba en una ciudad, condado o grupo de condados. Esporádicamente, era la contestación a las turbulencias violentas, pero más bien, se trataba de desmoronar las huelgas en nombre de intereses empresariales.

En medio de la desconfianza que subyace, las autoridades se han movilizado para sustentar económicamente a la población. El plan de estímulo de 2 billones de dólares admitido por el Congreso, comprende cheques de 1.200 dólares a los ciudadanos que reciban menos de 75.000 al año y 500 por hijo. En Nueva York, el ayuntamiento garantiza tres comidas al día por habitante en más de 400 asentamientos de distribución, sin cuestionamientos y ni mucho menos, la justificación de la identidad personal.

Y no obviemos de este maremágnum, la cresta de hispanofobia que recorre EEUU y que no deja de llamar la atención por el arrebato de un racismo estructural y sistémico que lo sumerge todo, en el pueblo afroamericano.

Tal es la gravedad de lo que está acaeciendo al otro lado del charco, que el pasaporte azul norteamericano que ha sido uno de los mejores abanderados para transitar por el mundo, el coronavirus lo está condenando a perder su valor con los socios tradicionales.

Es ostensible que la Unión Europea se apresta a dar vía libre a sus fronteras externas, con la premura de reanudar la economía, esencialmente, las demarcaciones que penden del turismo en un gran porcentaje, como ocurre con España. Pero, en las conversaciones diplomáticas de Bruselas, el pasaporte estadounidense tiene todos los números para que a partir del 1 de julio no sea aceptado.

En consecuencia, el tiempo indicará hasta dónde se extienden las ayudas públicas, el aplomo de los ciudadanos y el peso impetuoso del virus que hace estragos.

La consternación que habita en la Casa Blanca se abruma con los cómputos sobre la valoración que admite el mandato presidencial, acomodado en un complicado 40,1% de la aprobación; mientras, el 56,1% de los encuestados lo consideran de nefasto o muy desfavorable.

Estados Unidos mantiene inalterables algunas constantes intransigentes de los últimos meses. Trump afirma al pie de la letra, que “la epidemia está controlada, las muertes han descendido y la tasa de mortalidad es una de las más bajas del mundo. Nuestra economía ruge y no se cerrará”.

Es innegable, que los 649 muertos del 25 de junio por la pandemia están distanciados de los 2.746 del 21 de abril. Pero, tampoco es menos, que el país nuevamente ha tocado niveles históricos de contagios detectados, al prosperar la virulencia epidemiológica en 30 Estados.

Hoy, los núcleos más comprometidos se han trasladado al Sur y Oeste, oprimiendo a Estados como Arizona, Florida, Texas, California, Nevada y Carolina del Norte. Topándose con la luz de un túnel que les reporta a la cruda realidad de un patógeno que no perdona los desaires, desatenciones y negligencias.

Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 2/VII/2020

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