España se asoma al debate que
más tiempo evitó: decir la verdad
sin fabricar estigmas. Publicar
datos incómodos no crea el problema; esconderlos lo agrava y
alimenta el ruido que pretendía
contener.
La realidad tiene la costumbre
de presentarse sin pedir permiso.
Llega, se impone y, cuando nadie
quiere verla, corrige por la fuerza
los discursos oficiales. Eso ocurre
hoy con la información policial
sobre inmigración y delincuencia.
Durante años se asumió –más
por comodidad que por rigor–
que publicar ciertos datos podía
deformar el debate público. Hoy
es su ocultación la que lo deforma.
No se trata de resucitar el viejo
debate del «derecho penal de autor», que desplaza el análisis del
hecho al origen del autor. El derecho penal debe ser siempre el derecho penal del hecho. Pero tampoco podemos permitirnos ignorar evidencias.
Recientemente, el Gobierno
vasco informó de que el 64% de
los detenidos entre enero y septiembre es de origen extranjero.
El dato posee una relevancia criminológica incontestable: permite a la Ertzaintza conocer la composición real de la delincuencia y
ajustar recursos y estrategias.
Habla de origen, no de nacionalidad, y evita distorsiones.
Preocupa, eso sí, el uso político
que pueda hacerse de estas cifras.
Churchill lo resumió con ironía:
«La única estadística que importa
es la que puedo manejar».
Con el aval del gobierno socialista, los Mossos d’Esquadra ultiman un informe que detallará la
nacionalidad de los delincuentes.
Es lógico pensar que otras comunidades seguirán el mismo camino. Sin descartar que el poder político trate de frenarlo: ocultar
datos solo genera desconcierto y
alimenta la sospecha.
Otra cosa –más grave– es
convertir esas cifras en un tótem
para concluir que inmigración
equivale a criminalidad. El dato
ilumina; convertido en dogma,
enceguece. Desde algunos sectores de la izquierda se critica que
esta información «alimenta la
xenofobia de la derecha».
Pero esa objeción pasa por alto
un hecho incómodo: el populismo crece donde los ciudadanos
perciben una realidad que las élites niegan. La transparencia no
alimenta la paranoia; la alimenta
el vacío informativo.
Y no toda mención al origen
es estigmatización. La existencia de bandas de jóvenes de origen magrebí implicadas en robos violentos no convierte a todos los magrebíes en delincuentes, igual que un crimen cometido por un mallorquín no convierte a todos los mallorquines
en ladrones.
El peligro reside en la generalización, no en el dato. Pero cerrar
los ojos a esas bandas es –además de inútil– un regalo para
quienes desean mezclar inmigración y delito en una única etiqueta.
La relación entre inmigración
y delincuencia es compleja y multicausal. Ni la inmigración en general provoca un aumento automático del crimen ni puede negarse que ciertos grupos concentran mayores tasas en delitos violentos. Edad, sexo, marginalidad
e integración, explican más que el
origen. Pero sin datos fiables, esa
conversación es imposible.
Otros países han recorrido ese
camino. Reino Unido flexibilizó
su política para frenar rumores
incendiarios. Alemania publica
nacionalidades, pero protege la
identidad. Francia evita toda clasificaciones étnicas; los nórdicos
practican la desidentificación
casi total. Cuatro fórmulas distintas para un mismo dilema:
cómo decir la verdad sin fabricar
estigmas.
La transparencia es imprescindible para saber qué ocurre; la
responsabilidad, para explicar
por qué ocurre. El Estado debe situarse entre ambas: no para alimentar miedos ni para ocultarlos,
sino para ordenar la verdad antes
de que otros la manipulen. Ocultar información por nuestro bien
es paternalismo; ocultarla para
evitar prejuicios es ingenuidad;
ocultarla para no molestar es
simple cobardía.
Lo que se decide ahora es si la
democracia española será capaz
de mirar la realidad de frente o
dejará ese terreno a quienes solo
saben convertir el miedo en programa. Entre la transparencia y el
cálculo se traza la frontera de la
responsabilidad. Y si se cruza, el
hueco lo ocupará el populismo sin
pedir permiso.
Por eso urge una política migratoria seria, clara y exigente: no para
señalar a nadie, sino para que nadie
pueda señalar a España como un
país que renuncia a gobernar su
propia realidad.
Como bien sabemos, la verdad
nunca es tóxica: lo tóxico es el hueco
donde crecen la patraña, el miedo y
la manipulación.



