viernes, abril 26, 2024

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La peste negra, la pandemia más mortífera de la Historia

Numerosas pandemias han sacudido a la raza humana a lo largo de los tiempos. Desde la plaga de Atenas allá por el año 430 a. C., hasta la presencia del virus Zika en 2014, el desarrollo humano ha tenido que enfrentarse ante la propagación de diversos males.

Sin embargo, si hubiese que referirse a la epidemia más mortífera, que por sus particularidades históricas determinaría un antes y un después en muchas vertientes, hay que hablar de la denominada ‘Peste Negra’, conocida posteriormente como la ‘Muerte Negra’, que devastó el viejo continente durante los años 1347 y 1351.

Sin estar demostrado empíricamente su génesis exacta, se han indicado como presumibles puntos de partida el lejano Oriente, Mongolia, China, India y Asia. Aunque, su foco podría comprender el desierto de Gobi, donde la bacteria contaminó a su primer huésped animal; a partir de ahí, es posible que se expandiese a China, Sur de la India y Asia Central, favorecido por roedores como ratas, gerbilinos o ardillas y sus pulgas, e irremediablemente los movimientos migratorios del hombre.

Además, existen crónicas que nos desvelan la constatación de un azote epidémico en China durante 1331, que aniquiló al 90% de la población; igualmente, entre 1338-1339 sobrevino un brote en la meseta Central asiática. Otro episodio se produjo en el Lago Baljash o Balkash que ocupa una depresión cerrada en la zona Sudoriental de Kazajistán, alcanzando a Astrakán en 1346 y consecutivamente el Mar Negro, en concreto la Península de Crimea, desde donde se sospecha que daría por iniciado su éxodo fulminante al cercano Oriente y años más tarde, desembocar en Europa.

Ahora bien, en Caffa, actual Feodosia, ciudad portuaria de Ucrania, existió un enclave comercial genovés que distribuía las mercancías que venían del lejano Oriente, atravesando la ruta terrestre desde el Norte de China, salvando el Asia Central. En aquel lugar, las naves intercalaban los productos por los puertos mediterráneos.

Con estos indicios preliminares, hay que remontarse a octubre del año 1347, cuando barcos genoveses alcanzaron el puerto de Messina, localidad portuaria al Noreste de Sicilia que está separada de la Italia continental por el Estrecho de Messina; posiblemente, el conducto por el que se vislumbra que pudo introducirse la pandemia a Europa. De hecho, la dotación estaba prácticamente fallecida o agonizante, portando consigo el padecimiento desde Oriente.

A pesar de los esfuerzos materializados para contrarrestar a los enfermos, no eran ellos, sino las ratas y sus pulgas que inmediatamente tras salir de la flota invadieron la metrópoli, trasladando gradualmente la pestilencia.

Ya, en escasos días, la dolencia se extendió por los aledaños colindantes y regiones cercanas. Simultáneamente, en otras costas de este continente y del Norte de África sucedió idénticamente lo mismo, irrumpiendo el peor surto epidemiológico que aniquiló a casi un tercio de sus habitantes; desconociéndose con precisión, entre el 20% y 50%, con una mezcla de las tres manifestaciones: bubónica, neumónica o septicémica.  

Las tres por igual, con inoculaciones bacterianas originadas por la ‘Yersinia petis’, nombre otorgado al microbio autor de la afección por su descubridor en 1894, don Alexandre Emile John Yersin (1863-1943). Sin duda, la peste ha sido la zoonosis o enfermedad infecciosa de origen animal, que más personas ha eliminado.

La infección bubónica está considerada como la más frecuente y menos mortal, mientras que la neumónica o septicémica han sido letales. Su rastro no podía ser más devastador: el conjunto poblacional europeo se redujo considerablemente por un largo periodo de tiempo, únicamente restablecido en la segunda mitad del siglo XV.

De alguna u otra forma, la ‘Muerte Negra’ peregrinó infernalmente hasta alcanzar Constantinopla en 1347; pero, quien mejor puede corroborar la magnitud de esta calamidad y sus consecuencias, es el historiador, sociólogo, filósofo, economista, geógrafo, demógrafo y estadista árabe musulmán don Ibn Jaldún (1332-1406), que literalmente expuso: “La civilización, en el Oriente y el Occidente, fue atacado por una peste destructora que devastó naciones e hizo desvanecerse poblaciones enteras. Devoró muchas de las buenas cosas de la civilización y acabó con ellas. Atacó a las dinastías en la época de su senilidad, cuando habían llegado al límite de su duración. Redujo su poder y menoscabó su influencia. Debilitó su autoridad. Su situación se aproximaba al punto de aniquilación y disolución”.

Este mismo autor continúa diciendo: “La civilización se rebajó al reducirse la humanidad. Ciudades y edificios fueron arruinados, caminos y signos desaparecieron, asentamientos y mansiones quedaron varios y las dinastías y tribus se debilitaron. Cambió todo el mundo habitado. El Oriente, al parecer, sufrió de manera semejante, aunque de acuerdo con la civilización y en proporción a ella. Fue como si la voz de la existencia en el mundo hubiese llamado al olvido y la restricción y el mundo hubiese respondido a su llamado. Dios hereda la Tierra y todo lo que hay en ella”.

Al mismo tiempo, no pudieron faltar las ingentes secuelas económicas, sociales y políticas: el daño de proporciones gigantescas, generó una despoblación que perjudicó especialmente a la zona rural, quedando absolutamente desocupada; toda vez, que las urbes comenzaron a atestarse.

Como fondo de las graves dificultades sobrevenidas que consternó a la Edad Media (476 d. C. – 1492), indujo un impacto en sus protagonistas y las generaciones posteriores. En relación a la trascendencia y profundidad de los efectos desencadenados en aquellas sociedades del momento, a día de hoy, persiste un amplio espectro de debate entre los historiadores.

Algunos analistas sostienen que las repercusiones confluyeron a corto plazo, con la tesis que el trance ya venía establecido desde el siglo XIII, con el incremento poblacional rebasando la capacidad de racionamiento en las provisiones, al igual, que recrudecido por las realidades climáticas cambiantes y los conflictos armados.

Por otra parte, subyacen los que reconocen en la plaga, el quid de inflexión en la evolución entre la Europa Medieval y la Europa Moderna. Si bien, las derivaciones a corto, medio y largo plazo se advierten en el desarrollo de los acontecimientos, queda justificado que esta pandemia perturbó a gran escala las instituciones familiares, políticas, comerciales y religiosas.

Indudablemente, la vertebración de la comunidad varió ostensiblemente, así como el vínculo entre los señores feudales y vasallos, como la mano de obra decreció sustancialmente y algunos supervivientes, entre ellos aldeanos y comerciantes, heredaron lo bastante como para catalogarse acaudalados.

La elaboración agraria y todo lo que incumbe a la comercialización, salieron perjudicadas y a reglón seguido de la peor fase de la epidemia, poco a poco, la gente comenzó a subsistir más holgadamente.

Evidentemente, cada estado y comarca sería receptiva en grados diferentes, tanto con respecto a los indicativos de mortandad, como en cuanto a las limitaciones de restablecimiento; sin soslayar, que la muchedumbre no sólo padeció con la fetidez, sino que aparte estuvo acechada por la hambruna, las revueltas y los conflictos bélicos, como la Guerra de los Cien Años (1337-1453).

Un lapso como el descrito, que tuvo al pensamiento religioso enraizado en la ciudadanía, e incluso concatenado al resurgimiento y adición por la superstición, la hechicería y la marginación con la exclusión de las minorías, contempladas como las causantes del trastorno que flagelaba a Europa. Conjeturándose, el replanteamiento de doctrinas que hasta ahora no se habían reprobado.

Con estos mimbres, este pasaje pretende exponer de manera sucinta uno de los capítulos más sombríos de la Historia Universal, en los que continúan sin desvelarse muchas de las incógnitas en torno a esta adversidad, que en general, encajó un promedio de mortalidad de entre treinta y setenta y cinco por ciento.

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La peste de mediados del siglo XIV ha sido y es objeto de numerosas investigaciones, donde concurren distintos postulados con supuestos en ocasiones contrapuestos, que abren otras vías a la exploración en las disciplinas demográfica, económica, científica, artística, literaria, religiosa y social, entre otras.

La radiografía que muestra la estampa de este contexto tenebroso, nos lleva irremisiblemente a las narraciones de una muerte atormentada, desgarrada y atroz, porque los dolientes expectoraban sangre, sufrían destemplanzas y disfunciones neurológicas; en tanto, que presentaban pústulas, bubones en la ingle, axilas o en otras partes del cuerpo.

Por lo tanto, no era un tránsito liviano, con la particularidad de no haber un remedio que al menos apaciguase las dolencias. La amplia mayoría de los individuos la toleraba en pocas horas, atañendo el tipo de peste que por doquier se contagiaba.

Luego, la agonía de la muerte no era igual para todos, ni mucho menos el oro de los ricos, ni las reputaciones de los acomodados, o las recetas de los doctos, e incluido, las plegarias de los penitentes lograban impedirla; con lo cual, la intransigencia ante el estigma y la muerte inaplazable, no fueron obligatoriamente las mismas entre las posibles víctimas.

Más aún, cualquiera tenía pánico de atender a los contagiados, ante el temor indudable de quedar apestado; sabiendo que en un santiamén sería desahuciado a su suerte, para agonizar solo en su casa cerrada a cal y canto. Y si en aquella época resultó crucial el alivio de la confesión, los últimos sacramentos o una sepultura cristiana en tierra destinada, ninguna de estas fórmulas sagradas les era autorizada.

Había quiénes valoraban la inoculación de la lacra por el simple rozamiento, el aire o la mirada, no teniendo claro los componentes reales, tales como la transmisión, porque la lógica de una bacteria transferida por una pulga, no era perceptible para la medicina de aquellos tiempos.

Incuestionablemente, en estas condiciones paupérrimas, no quedaba otra que la madre dejara al hijo, el cónyuge a la esposa o el allegado a la hermana, hasta desencadenar que familias completas desaparecieran para siempre.

El enterramiento y la eliminación de los fallecidos, se convirtió en un inconveniente espinoso, porque los difuntos eran aglutinados en calles, caminos o rondas, para, por último, ser arrojados en fosas comunes; llegando a ser quemados ante la falta de tiempo para cavar otras zanjas.

Era irrefutable, que las ceremonias mortuorias y la caridad habitualmente empleada para con los parientes o amistades de los perecidos, se daba por descartada en un entorno despiadado e insensible por lo que ello acarreaba y sin nada que certificar.

Para este hombre irresoluto, fluctuante y confuso invocado a desafiar la muerte más atroz y vehemente, en el imaginario popular era sustentado por oradores, escultores y artistas ambulantes que se aunaban para inmortalizar su fin irrevocable: la descomposición de la carne, los martirios del fuego eterno y a veces, aunque en muy pocos casos, las glorias del cielo.

Era casi imposible, que las censuras y alocuciones extendidas por cada uno de los rincones desolados por la pestilencia, ayudaran a endurecer el significado apocalíptico de la ‘Peste Negra’; acentuándose el advenimiento apremiante del Anticristo y con él, el Juicio Final. Una interpretación con la vista puesta en las Escrituras y predicciones proféticas, que hacían mención al hambre, el flagelo y los sufrimientos con la penitencia de Dios y los acaecimientos que llevaban al fin del mundo y con ello, al veredicto definitivo.

Para las mentes y corazones medievales el razonamiento más coherente se vertebró en la ira divina, coligada a la impureza y corrupción de las almas, que inevitablemente auspició la irrupción de la iniquidad.

La medicina no logró aplacarla e incluso no extrajo una clave fundada; muchos médicos enfermaron reconociendo a los afectados, retornando con rebrotes esporádicos y locales, amplificados por etapas de entre seis y dieciocho meses y regresando, cada pocos intervalos, durante casi dos siglos.

Tomándose como prevención prioritaria, el aislamiento durante una extensión de cuarenta días, la depuración del aire, las sangrías y la administración de pócimas a base de hierbas aromatizadas.

Similar procedimiento se optó con las embarcaciones que tuviesen tripulantes aquejados o en las postrimerías de perecer.

Científicamente, desde el pasado, una única cepa de la Yersinia pestis está detrás del conjunto de plagas de esta enfermedad endémica, que ha golpeado fuertemente desde la Edad Media.

El ADN bacteriano rescatado de algunos infectos ha ratificado, que el patógeno que avivó la pandemia llegó de Asia; es decir, realizó un desplazamiento de ida y vuelta entre el trazado de Asia y Europa.

De igual forma, siguió los pasos de la tercera gran epidemia que, tras retornar al continente asiático, se expandió desde China al resto de la humanidad.

Hoy por hoy, algunos brotes han podido ser controlados, la mayor parte en Estados Unidos, Madagascar, China, India y América del Sur; en los cuales, la bacteria se ha manifestado fundamentalmente por la cadena de picadura de pulgas y roedores infectados, o mediante las partículas expelidas de la tos y el estornudo de personas con las vías respiratorias contaminadas.

Mismamente, diversas publicaciones apuntan que la pulga común (pulex irritans) y los piojos humanos (pediculus humanus), pudieron haber esparcido la afección durante la segunda plaga.

Una de las variables que sugiere esta teoría, reside en que no constan asientos comprobados de una ampliación en la mortalidad de ratas, precediendo a los seres humanos como ya se contrastó desde del siglo XIX con la tercera pandemia.

Otros estudios proponen que la climatología en la Edad Media en el Norte de Europa, no debió ser demasiado propicia para el esparcimiento de los roedores; a la par, hay exponentes cercanos que defienden que los parásitos humanos transmitieron la bacteria.

Con de estos diagnósticos que no son pocos, científicos pertenecientes a la Universidad de Oslo (Noruega) y la Universidad de Ferrara (Italia), han concebido tres patrones en nueve incidencias de contagios que corresponden a Europa entre 1348 y 1813 respectivamente, tratando de esclarecer la mecánica en la dispersión de la peste por parásitos humanos, o bien, por transmisión directa o por parásitos de ratones.

Seguidamente, se cotejaron los resultados con las anotaciones históricas de las bajas alcanzadas en dicha fecha. Deduciéndose, que la infección por ectoparásitos humanos como la pulga común o piojos del cuerpo, es la que mejor descifra el modelo de los fallecimientos en siete de los nuevos repuntes.

Finalmente, como se ha fundamentado en estas líneas, la exigua esperanza de vida en la antigua Europa durante el tiempo referido, reprodujo una conciencia característica sobre la muerte, principalmente, la estela demoledora que dejaba la peste. El horror configuró la concepción de estos períodos, apremiando a una vida apesadumbrada, abatida y colmada de prejuicios y suspicacias hacia el prójimo; ya que cualquiera podía contraer el mal. Ya, ni tan siquiera, se era comedido con los enfermos abandonados a su suerte, o propiamente, rechazados a las afueras de la población.

Multiplicándose un fuerte rechazo de las personas aparentemente sanas hacia los afligidos, al catalogarlos como seres atormentados, corroídos y portadores de un infortunio exterminador.

Consecuentemente, lo aquí retratado con sus luces y sus sombras, ha sido y continúa siendo una de las páginas más tenebrosas de la aldea global; siglos después, nuestros antecesores o quiénes lo vivieron de primera mano, nos han legado lo que humanamente estaba en sus manos: indicadores a modo de huellas y pistas que pugnan con la retroactividad de un pasado, que no puede quedar proscrito para el hombre de hoy y del mañana.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 16/XI/2019.

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