Las leyes estéticas se dan en las cosas, decimos que ese objeto es bello, que nos transmite placer, que se nos para el tiempo contemplándolo. Estas leyes son necesarias para que una pintura, película, novela u objeto sea bello y atrayente, y ya conocemos que existen unas reglas que todo ente ha de poseer para que atraiga por su belleza.
Un principio es la unidad en la variedad y lo apreciamos en una canción. Si es repetitiva es monótona y si, desde el principio al final, varía continuamente carece del canon necesario para que tenga un tema central con una variedad que armonice la composición.
La proporción áurea, que la percibimos a simple vista en algunos cuerpos geométricos, podemos aplicarlo igual a cualquier obra artística.
Contamos con el ritmo, la simetría el color, etc., así cuando miramos, leemos o escuchamos algo bello, no nos paramos de inmediato a contar si poseen todas estas cualidades, nos atraen o no.
Sabemos que la belleza en grado sumo nos puede extasiar hasta el extremo, sufriendo taquicardias, vahídos, sudores y malestar, es el llamado síndrome de Stendhal, pues éste se sintió indispuesto ante el exceso de belleza.
Si esta tuviese su razón de ser en poseer todos los cánones anteriormente enumerados, los cuerpos geométricos serían los más bellos y no es así, pues carecen de esa chispa creadora, que nos transmite emoción pasión y eso es por lo que una persona que no tiene conocimiento de reglas artísticas, ante una exposición, suele pararse sin saber por qué en el cuadro que porta todo lo enunciado.
Recuerdo la impresión que tuve al contemplar el mar por primera vez, fue un día en que sus aguas eran de un azul intenso, el oleaje ondulante y el cielo con unas nubes casi estáticas, ese espectáculo me emocionó sobremanera pues no lo soñé tan grandioso.
Son las bellezas naturales, que cada uno guarda en corazón, aquel prado, río, cascada, lago u otro paraje natural.
Queda también con claridad esa obra de arte, que conocemos en películas, postales, videos, etc., y cuando las contemplamos en la realidad nos queda impregnado ese instante para siempre, sobre todo priman las que bebemos en las páginas de nuestros libros de texto.
Me pasó esto en Trujillo, al ver la estatua de Francisco Pizarro en su caballo, recordé de inmediato hasta su ubicación en aquella página; algo parecido, pero más intenso, sentí al contemplar los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y así otras muchas.
Contemplar una cascada, un frondoso bosque, una sierra abrupta, unas cataratas… estaríamos ante lo grandioso natural, diferente a lo grandioso artístico, que es cuando se contemplan las Pirámides de Egipto, el Teatro de la Ópera de Sidney, nuestra Mezquita de Córdoba, La Plaza Mayor salmantina, etc. No sé cómo están catalogadas, por ejemplo, Elche y Cuenca, dos ciudades donde se mezclan la mano del hombre con la mano de Dios en tal simbiosis que parecen el haz y el envés de una hoja, son parajes únicos y también pude apreciar La casa de la cascada, que la contemplé por primera vez en papel cuché y ahora en un documental. ¡Cómo respetó ese arquitecto la naturaleza con la utilidad del hábitat! No recuerdo su nombre.
Nunca, al contemplar un bosque, decimos, ¡qué bonito! Esa palabra la reservamos para objetos pequeños: una sortija, unos zapatos, un pañuelo…, en general, cosas utilitarias y joyas pequeñas.
Y que lo trágico sea bello, en arte, me ha costado entenderlo. Sabemos la lucha que se genera entre lo más valioso, pero que no tiene fuerza para medirse, contra aquello que no conlleva ningún valor, pero es muy potente y ya sabemos que la belleza estriba en los ideales por lo que lucha la parte más débil.
Es muy trágico que lo razonable, justo, verdadero y libre sea vencido por instintos bajos de odio, venganza, injusticia y miedo.
Cuando vi Romeo y Julieta, siendo niña, junto a mi madre, comprendí que el amor fue vencido por una serie de adversidades que ocurrieron por aquel cruel enfrentamiento de familias. Si el frasco de veneno se hubiera roto, si ese hombre no se hubiese encerrado en aquella casa …, la verdad que dejó huella en mí y ya saben, comprendí la belleza de la tragedia, la lucha de los ideales buenos, la lucha por el amor, por eso me gustó, aun siendo niña.
Bueno tenemos como belleza también el drama, que bien sabemos que aquí el final es incierto, no como en la tragedia que los buenos siempre la palman.
Un pequeño comentario de lo cómico, que además de bello es agradable y divertido
Es cómico escuchar lo absurdo de que nos muestren lo que es obvio, con actos negativos, tal como nos lo presentaron los humoristas Tip y Coll.
Otro ejemplo, si vemos en una reunión que un científico, cargado de premios y con una vida dedicada por entero a la ciencia, repito, lo vemos que se pone en el centro de una reunión y empieza a cantar con un vaso en la mano el brindis de La Traviata desafinando, se da el contraste de la posición jerárquica de un investigador con su faceta negativa de desentonar.
Si el científico cae bien resultará cómico, pero, si no, parecerá ridículo.
Pues aquí se va acabando, por hoy, todo lo relativo a lo bello
Podríamos preparar una mesa con un vistoso mantel, los guardados cubiertos elegantes, vajilla de fiesta, todo armónicamente, y esa belleza que nos entra por los ojos prepara el estómago para que la comida entre mejor y, por ende, disfrutemos más, esto lo tienen muy en cuenta los chefs de los restaurantes para atraer a la clientela.
Como ya toca su fin yo me he emborrachado un poco de la belleza, cuando lo firme voy a leer dos poemas un de San Juan de la Cruz y otro de Juan Ramón Jiménez y tal vez acabe con otro de Tagore.
Si les gusta pueden acompañarme con los poetas, a gusto, y, si no, les invito a leer un poema que finaliza este artículo, titulado “Meta”, o bien, simplemente dejen la vista volar hacia el horizonte y contemplen el paisaje natural o urbano, que también es un menester relajante loable y bello.
¡Qué la vida nos vaya bonita!
Meta El solitario caminante tiene alma de peregrino, de cómico, de ambulante, de nómada sin sendas, sin destinos ni caminos. Marcha con gozo hacia el sol, hacia aguas turbulentas, hacia cumbres solitarias, hacia crepúsculos suaves, hacia la lluvia, la tormenta, hacia rutas de rocío. Y el solitario caminante camina y no conoce su ruta, no conoce su destino, apenas distingue sendas, veredas, vericuetos ni caminos. Y un día, sin pensar, vislumbró en su vida lo que era su caminar, se dio cuenta que tendía hacia una meta lejana, misteriosa eternidad.