¿El fanatismo callejero, «nos conviene que haya tensión», podría ser aliento para forzar un referéndum?
El título que antecede bien podría ser la actualización de Un faccioso más y algunos frailes menos, última entrega de la segunda serie de los Episodios Nacionales, en los que Benito Pérez Galdós recrea la compleja vida de los españoles en el agitado siglo XIX.
Baste recordar la epidemia de cólera en Madrid -julio de 1834- con la matanza de 73 frailes (jesuitas, dominicos, franciscanos y mercedarios), a los que absurdamente se imputaba haber envenenado el agua de las fuentes públicas. Pudo ser fruto del miedo a la enfermedad de una turba enfurecida, sin que ninguna autoridad levantara un dedo para evitarlo.
De forma interesada, los ideólogos de los recientes disturbios, al poner como excusa la defensa de un derecho constitucional, como la libertad de expresión (y de palabra, opinión, prensa, pensamiento y conciencia), invocan una parte de la esencia misma de la democracia, para justificar hechos delictivos que incautan esa libertad y tienen su tabla de sanciones en el código penal.
La protección de la libertad de expresión en ningún caso puede servir como coartada para saquear comercios, incendiar vehículos, atemorizar a empresarios y justificar el incendio con líquido inflamable de un furgón de la Guardia Urbana (con su conductor -«hijo de puta, va, sal corriendo»- dentro), porque convierte la evasiva en una distorsión más.
Los tumultos iniciales (destrozo de escaparates, quema de contenedores…) han derivado en delitos de orden público, con agresiones a agentes de la autoridad (100 heridos), a las órdenes de un Estado que detenta el monopolio, legal y moral, del uso de la fuerza, para cumplir con la tarea, nuclear e irrenunciable, de mantener el orden en la sociedad que gobierna, para que la convivencia sea posible.
Sabemos poco sobre la índole de los detenidos, algunos menores, nativos de cepas diversas (‘anticapitalistas antisistema’, ‘comunismo combativo’, ‘células anarquistas’), a los que se han sumado delincuentes comunes, anarquistas italianos y franceses y colectivos que llevan tiempo movilizados en defensa de los presos del 1-O y la independencia. Una amalgama, bien organizada, de ‘profesionales’ de la intimidación, que exhiben financiación y capacidad de movilización. En su mayoría, jóvenes propensos al hechizo de la violencia, que se sienten inmortales al disfrutar con la transgresión de las normas y tienen algo en común: nada que perder.
Abrazan distintas causas (desde el control de los precios de los alquileres hasta la derogación de la reforma laboral), alegando razones varias, entre las que la defensa de la libertad de expresión no sería la más nuclear, por mucho que se hayan convocado un centenar de manifestaciones a favor de la excarcelación de un desaforado.
Los desmanes tiene respaldo entre quienes, parte una clase acomodada, están en las instituciones, reciben dinero público, tienen cobertura política y enseñan sus cartas mientras negocian las condiciones para formar parte del gobierno autonómico en ciernes: «No podemos fijarnos sólo en el detalle de unos cristales rotos. Las chispas que estallan, cuando hay malestar social, es un fenómeno que pasa en todas las sociedades. Reducirlo a un tema de vandalismo, escandalizarnos y sólo atacar esto, es absolutamente irresponsable».
Enfrentamiento social en aumento
Esos cristales rotos, de indeleble recuerdo, destellan un clima de enfrentamiento social en aumento, aguzado por los males que han alentado el fanatismo: creciente desigualdad, fatiga pandémica, cortos efectivos policiales con material obsoleto, sanciones insuficientes, conformismo abstencionista y tibio apoyo, cuando no inexistente, desde la orilla política.
Es difícil mantener el orden público cuando, fecundando el infinito, sólo se piensa en la conveniencia de cambiar el ‘modelo de orden público’ y no en condenar los actos vandálicos, a caballo entre el sabotaje y la delincuencia. La extraña confluencia de una facción radical del independentismo con antisistemas de la izquierda está detrás de la «protesta» y es responsable de los destrozos. Entretanto, el unilateralismo ha preferido callar, tolerar, bendecir, apoyar o aplaudir los actos vandálicos.
Ambos no representan, en modo alguno, a la perpleja mayoría del pueblo catalán, espectador inactivo y espantado con la ola de violencia, secuencia del procés, y entelerido con la complicidad política y el silencio pasivo de gobernantes que dan alas a quienes pretenden convertir las capitales en ciudades sin ley. Un dato sorprendente: de las 55 personas que resultaron heridas en un día de disturbios en Madrid, 35 eran policías.
Karl Popper, uno de los filósofos más destacados del siglo XX, se preguntaba en La paradoja de la tolerancia: ¿Debemos tolerar a los intolerantes? Y su respuesta era: «La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y de la tolerancia. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal».
A propósito de la «España escindida», Galdós relata con detalle: «Los radicalismos, el afán de poder y la instigación a la violencia, signos de rutina y atonía moral en un desdichado país, eran los enemigos que hacían imposible la estabilidad y la paz».
Añadiendo un rasgo de devoción sentimental: el P. Gracián, un jesuita acuchillado en Madrid, encargaba traer desde Cataluña, tierra de la roca de Manresa, con la que cubría el suelo de su habitación y dormía sobre ella, en gesto de austeridad. En sus desvaríos, los exaltados vecinos la casaban con los «polvos» venenosos que los frailes habrían arrojado al agua.
¿Qué defienden los que le están perdiendo el respeto a la policía? ¿Los incendios y saqueos son parte de una ‘democracia plena’? ¿El fanatismo callejero, «nos conviene que haya tensión», podría ser aliento para forzar un referéndum?