viernes, 8 noviembre, 2024

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Ayer y hoy de la sandía

En este agosto saturado por las funestas circunstancias sanitarias y las tremendas consecuencias económicas que ha motivado la covid-19, dedicar algunas palabras a una fruta tan veraniega como la sandía, diurética y refrescante, tal vez alivie la mala sangre que produce la inoperancia de quienes han situado a España en los peores niveles sanitarios, laborales y políticos.

La sandía, también conocida aquí como meló de aigua, es uno de los frutos de mayor tamaño de cuantos se conocen y puede alcanzar hasta los 10 kilos de peso, protegida por una corteza dura, lo que le permite aguantar en buenas condiciones durante bastantes días a temperatura ambiental. Pertenece a la familia de las Cucurbitáceas y se tiene constancia de más de cincuenta variedades de sandía que se clasifican en función de la forma de sus frutos, el color de la pulpa, el color de la piel, el peso, el período de maduración, etc.  

Originaria de países de África tropical, el cultivo de la sandía comenzó hace milenios en la ribera del Nilo, esparciéndose también a numerosas regiones bañadas por el mar Mediterráneo. Desde Europa la sandía pasó a América y su cultivo se desarrolló por todo el nuevo continente. Hoy en día es una de las frutas más extendidas por el mundo, siendo los principales países productores: China, España, Grecia, Italia, Japón y Turquía.

La sandía se puede decir que es la fruta que más cantidad de agua contiene (93%), por lo que su valor calórico es muy bajo, apenas 20 calorías por 100 gramos, pero tiene múltiples propiedades beneficiosas para el organismo. Los niveles de vitaminas y sales minerales son poco relevantes, destacando sobre todo el potasio y el magnesio. El color rosado de su pulpa se debe a la presencia del pigmento licopeno, sustancia con capacidad antioxidante. También atesora la sandía propiedades depurativas, siendo recomendable en problemas renales o de las vías urinarias y es muy indicada en dietas de adelgazamiento, pues su consumo produce sensación de saciedad. Además la sandía favorece la eliminación de residuos tóxicos, ayuda a mantener la presión arterial, y su contenido en fibra sirve para limpiar los intestinos.

Aunque las sandías cultivadas al aire libre florecen entre finales de primavera y principios de verano, por lo que los frutos están en su punto óptimo de sazón a lo largo de todo el verano y principios del otoño, como ahora la sandía se cultiva también en invernadero, es fácil disponer de ejemplares a lo largo de todo el año. Pero, como tantas otras cosas, tampoco las sandías son como las que recuerdo de mi infancia.

Actualmente todas las sandías tienen un bonito color carmesí y por eso se exhiben como equívoco reclamo por mitades o cuartos, porque el dulzor, el dulzor… Hace años comprar en junio, julio y agosto sandías de corteza verde oscuro era una apuesta imprevisible, pues, a pesar de que le hiciesen la cata, siempre se corría el riesgo de que te saliese blanquinosa e insípida. Actualmente esas sandías generalmente ya no se venden, la corteza es verde claro, mostrando todas en su interior un atrayente tono carmín que no siempre se corresponde con el sabor. Y, del mismo modo que casi han desaparecido las pepitas, también ha desaparecido el olor, ese olor deleitoso de la sandía, que tanto echo de menos, pues las sandías de ahora ya no tienen fragancia, el exquisito y refrescante aroma de las sandías de antes.

La primera vez que vi las sandías que se han generalizado en España fue en Italia hará unos treinta años. Allí se vendían a rodajas refrescadas con hielo en puestos callejeros, siendo apetecible manjar en las noches del ferragosto italiano.

Desde luego me gusta toda la fruta, pero sobre todo siempre me han gustado las buenas sandías, que, además, me traen muchas evocaciones de mi niñez, de mi juventud…  Es la fruta que me reviva más recuerdos, como las “disputas” con mi abuela paterna por una buena tajada de sandía, que ella siempre reivindicaba con un argumento irrevocable: “Yo me menje hasta lo blanc”… Y también cómo me decía mi madre al verme comer con fruición las rodajas de sandía: “Juan, ¡cuánto te gusta la sandía!”

Recuerdo asimismo como hasta finales de los años sesenta del pasado siglo las sandías y los melones se vendían cada verano en tenderetes que se instalaban en muchas plazas de aquel Alicante con ruidosos tranvías uniendo sus barriadas. Cuando durante el mes de agosto se producía alguna tormenta con lluvia torrencial, estas frutas eran arrastradas por las calles limpias y tranquilas de aquel Alicante de tertulias vecinales en las puertas de las viviendas en planta baja.

Y sigue siendo apetitoso terminar nuestras típicas comidas veraniegas degustando una dulce y fresquita sandía.

Ojalá que las propiedades benéficas de la humilde sandía se pudiesen aplicar a algunos de nuestros ensoberbecidos políticos, incapaces de lograr que los desastres de la pandemia nos arrastren al caos.

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