Son momentos de convulsión colectiva y tan desconcertados divagamos en ella que, quizás, se nos ha podido olvidar fijarnos en el eslabón más deleznable de la cadena: nuestros mayores. Sí, aquellas y aquellos que un día nos concedieron el don de la vida y hoy más que nunca precisan de la atención, el cuidado, la comprensión y el cariño.
Almas ocultas desamparadas tras las puertas a las que nadie llama, ante un paisaje devastado por el dolor como el que vive España, agradecerían enormemente que nos acercásemos en la medida de lo posible, interesándonos por una situación tan compleja. Me pongo en su lugar y no me cabe más que pensar: que la soledad de estas personas, tal vez, pronto, se convierta en mi soledad o en tu soledad.
De ahí, que no sea por casualidad, los estragos de la muerte en proporciones y formas aterradoras de ancianos que residen en sus hogares o fuera de estos tan distantes de su núcleo familiar y en circunstancias de destierro, donde toda socialización queda reducida al mínimo.
Indudablemente, este colectivo es el más deleznable de la crisis del COVID-19, porque además de la fatalidad que les supone contraer la infección, deben mantenerse apartados y no recibir más visitas que las indispensables, lo que favorece el ostracismo y desamparo. Si bien, las medidas impuestas para impedir la propagación de la pandemia contemplan los controles para asistirlos, el dilema se acrecienta en familiares y cuidadores, hasta el punto, de concurrir divergencias entre el menester de asistirles y el alto riesgo de infectarle el virus.
Es preciso puntualizar, que preservar la vida de estas personas que conviven en sus casas o instituciones, o que están solas y con padecimientos, es una prioridad inexcusable como la de proteger a otros individuos.
A estas alturas del drama que estamos sosteniendo, son muchas y aún con incógnitas por esclarecerse, las personas mayores que han perdido la vida en el interior de estructuras residenciales, puesto que la aglutinación en las mismas han agudizado los peores presagios; con el añadido, de los inconvenientes en la adquisición de las herramientas de protección, a pesar del desprendimiento y generosidad y en algunos casos, de grandes sacrificios de cuantas y cuantos se han consagrado en su ayuda.
Sobraría exponer, que quiénes tienen arrugas en el rostro, debemos tributarles nuevos bríos y voluntades para salvaguardarlos de estas inclemencias, así como igualmente hemos sido protegidos y ayudados en instantes puntuales de las pequeñas y grandes tempestades de la vida. Con lo cual: ¡No posterguemos en el olvido a estas personas, porque, en la aislamiento que sufren, el coronavirus nos lo acabará arrebatando!
Los miedos e incertidumbres que nos extralimitan y la necesidad ineludible de permanecer en la vivienda, evidentemente, alimentan los efectos psicológicos, aunque todavía difíciles de predecir. De todo ello, los entornos familiares repercuten en los modos de afrontar el confinamiento, principalmente, al tratarse de una materia inexplorada para todos, se desconoce el peso que puede adquirir.
Dejando a un lado las variables individuales, no todos los 47 millones de habitantes que conforman el saldo poblacional de España, harán frente al intervalo de confinamiento en las mismas condiciones, ni dispondrán de los mismos refuerzos humanos. En definitiva, quién esté solo, quedará más desguarnecido.
Según los datos facilitados por la ‘Encuesta Continua de Hogares’ difundida por el Instituto Nacional de Estadística, en relación a los medios de vida de los españoles, cerca de un 10% vive solo, lo que representa el 26% de los domicilios.
Un porcentaje que no ha hecho más que agrandarse en los últimos tiempos y que se ensambla a otro componente agravante: los ciudadanos que acumulan cierta edad catalogados como octogenarios, están obligados a confinarse solos y con diversos grados de debilidad y patologías.
Pero, no es exclusivamente esta tesis la que subyace en este escenario, sino que asimismo, son los que más barreras experimentan a la hora de acceder a las nuevas tecnologías que les habilite a mantener relaciones con familiares y amigos.
Unos mimbres sociodemográficos ideales en el que los antecedentes esconden no pocas desdichas particulares y, que posiblemente, sepamos de buenas tintas, una vez se culmine el confinamiento.
En este entramado, de los 4.732.000 personas que habitan solas en España, poco más o menos de la mitad, tiene 65 años, lo que significa el 43,1%. En cambio, 850.000 han alcanzado la edad de 80 años. Es decir, forman parte del grupo con el mayor rango de vulnerabilidad obligado a extremar las prevenciones durante este período.
Mismamente, de los más de 18 millones de viviendas que constan en nuestro país, 2.037.000 se hallan ocupadas por personas mayores que en estas últimas semanas se han visto apremiadas a hacerlo en soledad, sin tener el más mínimo contacto físico con sus seres queridos.
Deestos, un número importante se encuentran en estado de viudez: 1.486.000 perdieron sus parejas y de las que 1.358.000 tienen 65 años o más. La amplia totalidad, mujeres, o lo que es lo mismo, 1.109.000 viudas a diferencia de los 249 viudos.
En paralelo, entre los mayores de 65 se constata los que están sin pareja: 179.000 solteras y 159.000 solteros. En consecuencia, las distintas variables dependientes identifican a una persona que subsiste sin compañía y que pertenece a una mujer mayor de 65 años, probablemente viuda.
En esta línea, la cuestión no engloba meramente a la soledad como tal, sino justamente, a las peculiaridades de estos hogares donde dichas personas aguantan confinadas. Haciendo un breve recordatorio en la antigüedad de estas construcciones distribuidas por la geografía española y las redes comunitarias, lógicamente, perturban en las realidades del mantenimiento y la accesibilidad de las mismas; habitualmente, más inseguras en jurisdicciones muy pobladas, donde comporta mayores inestabilidades que las que se localizan en espacios intermedios o rurales.
Obviamente, la reclusión los despoja en el disfrute de su rutina diaria en hábitos tan esenciales para el envejecimiento activo como el paseo mañanero, que completa la actividad física periódica o la dieta equilibrada, entre algunos. Ahora, con la irrupción del coronavirus, todo se delimita a una llamada de teléfono, que incluso podría ser reemplazada por una videollamada para los longevos más aventajados en la inercia de esta metodología.
El paisaje del aislamiento es absoluto y las posibilidades de estar mínimamente al tanto de este colectivo se ve cualitativa y cuantitativamente disminuido. Un ejemplo palpable en lo fundamentado, inevitablemente nos reporta a trágicos episodios de bomberos forzando la puerta de entrada y en su interior, toparse con la imagen dantesca del cadáver de quién no pudo pedir ayuda.
Desdichadamente, también hemos sabido de personas mayores muertas en sus casas, arrinconadas e incomunicadas, sin que mínimamente se advirtiese este percance, mientras cumplían con la cuarentena del COVID-19.
Gracias a Dios, existen más incidencias con la participación de los vecinos que hacen de compañía y ayuda mutua imprescindibles en la distancia, para superar las dificultades sanitarias. Pero, la falta de contacto social, coligados a los desasosiegos y ansiedades, acaban haciendo presa a este grupo quebradizo, ante un contexto desconocido para todos.
De lo que se desprende de esta exposición, que la evolución de la crisis ha puesto en la diana a los mayores, si acaso, en una encrucijada sin salida, al ser los más vulnerables e indefensos ante la agudización de los trastornos crónicos y la inmunodepresión; siendo motivo de preocupación ante la emergencia de exacerbar las desigualdades y desventajas que padecen.
Conjuntamente, las pautas adoptadas con la alarma sanitaria de este calado, empeoran las amenazas persistentes a sus derechos como grupo enmarcado de especial fragilidad.
La carencia de recursos sanitarios está perjudicando directamente a la población, pero sobre todo, a las personas mayores, tal como lo muestran los parámetros oficiales: el 95% de los óbitos tenían más de 60 años. A la par, ocurre con la franja de edad en los 80 años en adelante, que reúne el 67,20% de los fallecimientos, únicamente, el 7,02% de los ingresos en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Esta certeza es la más recurrente y la que conllevaría a realizar una más que profunda reflexión de las autoridades, sobre si ante una previsible sociedad del bienestar y de los cuidados como es la de España, realmente se han aplicado las prioridades pertinentes, o el suficiente nervio al sistema de salud ante esta u otras emergencias.
La insuficiencia de medios y plantillas han dejado al descubierto un asunto problemático e invisible hasta ahora: la minusvaloración de la vida de las personas mayores. Comenzando por la propia percepción social ante la inquietud que implica la pandemia.
Curiosamente, hasta que no se han tomado medidas ponderadas de prevención para toda la población y se han desorbitado las cifras de decesos, la enfermedad se ha subestimado al tenerse la impresión que era un tema fundamentalmente repercutible a estas personas, como si incumbieran menos, transmitiéndole un miedo hasta cotas insospechadas. La complicación ha surgido cuando los centros se han colapsado y prácticamente no había servicio para todos.
Es injustificable e improcedente priorizar la atención sanitaria de los pacientes aplicando el criterios de la edad. Independientemente de los trastornos previos que concurran, las vías a otras fórmulas que salvaguarden la vida no puede estar en manos de la edad, o de la hipótesis en la esperanza de vida, o de padecer deterioro cognitivo o demencias, o de tener o no personas a cargo, etc.
A su vez, los numerosos comunicados o notas emitidos sobre el irrevocable trance de la muerte a la sombra de las personas mayores aquejadas por el virus, aparte de crueles, como no podía ser de otra manera, han desencadenado el pánico y desprotección con arduos sentimientos de revertirse entre esta población, una vez se haya rehecho la normalidad.
La contrariedad de este rechazo por edad no es que derive de una indisposición por la cantidad de ingresos, sino por una estereotipificación y discriminación propagada sobre la longevidad, admitida por la sociedad del siglo XXI, por la que la vida y los derechos de las personas mayores no valen lo mismo.
En estos días de duro confinamiento, el COVID-19 está coadyuvando a que las secuelas de este trato desigual emerja con intransigencia.
Sabedores que los mayores han sido encuadrados como particularmente indefensos a la enfermedad infecciosa, muchas residencias no han dispuesto de los mecanismos apropiados para preservarlos lo más adecuadamente, al igual, que los profesionales cuidadores que incasablemente velan por ellos.
Esta institución temporal o permanente no son centros sanitarios, ni pueden serlo. Lo que se pretende es facilitarles un recinto acogedor y agradable como alternativa al hogar familiar, cuando confluyan una serie de eventualidades familiares, económicas o socio-sanitarias que desaconsejan la continuación en el domicilio. A lo mejor, la vicisitud del coronavirus ha precipitado una reflexión inaplazable sobre las residencias, interpelándonos a implementar un modelo de atención centrada en la persona.
Es necesario pronosticar los recursos proporcionados, públicos y privados para que estos centros residenciales otorguen la preservación de su proyecto de vida con dignidad y saboreando en plenitud sus derechos.
La extenuación ante la evidencia que nos envuelve es inherente, pero, en concreto, a estas personas les aprisiona el horror de verse contagiados por la infección, al mismo tiempo de la soledad que les destruye, el obstáculo insalvable de no controlar este universo emocional con la tenacidad que ello requiere.
Sin duda, en estas jornadas de confinamiento, el principal objetivo a corto plazo es conseguir la serenidad psicológica de los mayores, encauzando las emociones a través de las palabras. Sus sonrisas y sollozos, forman parte de esa voz inconfundible que clama en la separación y en los nexos de vinculación social de apoyo, vivificados en cada llamada de teléfono.
Al hilo de lo ponderado, convendría no omitir el Artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que literalmente dice: “todos los seres humanos nacemos libres e iguales en dignidad y derecho”.
En una guerra abierta pero, sin enemigo visible, no puede, ni debe atentarse contra los Derechos Humanos de las personas. La pandemia está dando transparencia a la discriminación por razón de edad, que no puede recapitular más sufrimientos como los ocasionados por la desidia y el prototipo de atención como en coyunturas se ha observado, sino más bien, sustentados en esos derechos de libertad y dignidad que enarbolamos como un valor y condición cardinal de la sociedad de hoy.
Actualmente, estos derechos lo intuimos debilitados y dañados en los mayores que residen solos. He aquí, la dimensión de ese esfuerzo y labor solidaria desplegados sin distinción, que nos atañe para que ninguno se perciba desatendido o desamparado, dando lo mejor de sí con ellas y ellos desde la entereza y el rigor imprimido por las autoridades, estableciendo métodos alejados del edadismo.
Objetivamente, si de por sí están atenuadas las relaciones sociales, lo que ha variado es el foco de atención y acompañamiento, supliéndolos por el afectivo que se hace junto a ellos, valga la redundancia, por el acompañamiento telefónico.
A este tenor de una edad cronológica, biológica y otra funcional o clínica, los móviles se tornan en los grandes aliados en cada llamada que se produce, ante en esa ausencia de cercanía física que termina siendo emocional, apaciguando el agravamiento de la carga de ansiedad o de soledad, que es la causante de trastornos cognitivos, demencias o problemas psicológicos importantes.
Podemos estar aislados socialmente sin reportar sentimientos de soledad, como, del mismo modo, estar solos sin estar aislados socialmente; pero, irremediablemente, ambos ámbitos acarrean daños a la salud física y mental. Sin inmiscuirse, el papel desplegado por las redes e interacciones sociales que optimizan las energías con besos y abrazos virtuales.
Las medidas han de equilibrar el blindaje de cara al virus y la decadencia de la calidad de vida con la enfermedad; la ponderación impropia de las acciones de distanciamiento social complican un panorama dificultoso.
El margen físico es capital para contrarrestar el contagio en las casas o residencias con pluripatología y dependencia o en áreas remotas, pero es oportuno la culminación de prácticas creativas y seguras que potencien las conexiones sociales vía internet.
El elevado índice de vulnerabilidad desenmascarado con el coronavirus, demuestra la arrogancia de algunos círculos viciados que sentencian la vejez. Incuestionablemente, el sinónimo de envejecimiento ha dejado su rastro en expresiones implacables y deshumanizadas puestas con cinismo en las redes sociales, haciendo énfasis en la fragilidad de estas personas e ignorando por completo la autonomía de una larga vida puesta al servicio de la sociedad.
Estos son nada más y nada menos, nuestros mayores, los guardianes en la prolongación de la vida y la ancianidad y los coprotagonistas de la experiencia acumulada, gracias a los años atesorados; haciendo frente a este enemigo infernal, pero, en ocasiones, postergados y considerados como una carga pesada.
Los estereotipos imaginarios y el enfoque deformado, paternalista, uniforme y contradictorio de un colectivo distinguido por la diversidad, se enfrenta al aislamiento y soledad que parecen cogerse de la mano; pero, ello no quita, que se pronuncien para ser escuchados ante sus tribulaciones, luchas, angustias e inquietudes con la convicción que en la distancia estamos a su lado.
Si por activa y por pasiva, las letanías de consejos de protección se han vuelto reiterativas, hay que seguir aunando esfuerzos en el intento de convertir esta situación que les encadena, en una más tolerable, que atenúe las zozobras y los sobresaltos que soportan.
Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 23/IV/2020.