«Todos tenemos sueños e ilusiones, necesitamos tenerlos. La mayoría de nosotros pensamos que pertenecen al mundo de la ilusión y que nunca podremos hacerlos reales.
Solo unos pocos luchan por hacer realidad lo que parece imposible. A los que lo intentan los llamamos “locos”.
Si consiguen materializarlos, les restamos importancia, y, con frecuencia, pasado un tiempo los olvidamos y damos la espalda.
Sin embargo, la Historia guarda en su memoria las luchas y trabajos de los hombres y de los pueblos, y en cualquier momento los rescatamos del olvido.
La aventura de Diego Marín Aguilera es la historia de un sueño.
Es la Historia de volar».
(I.E.S. DIEGO MARÍN AGUILERA. Burgos. España).
Segunda mitad del s. XVIII.
La vida no había sido nada fácil para Diego desde que su padre murió. Él era el mayor de siete hermanos, por lo que ante aquella dolorosa pérdida no tuvo otro remedio que comenzar a trabajar justo antes de cumplir 9 años. Las pocas tierras que poseía la familia no daban más allá de unas tres mil fanegas de cereal, trigo por lo general. Todo el peso del hogar había recaído en la madre, quien, a duras penas, conseguía alimentar a aquella prole con muy escasos recursos. Por lo tanto, el primogénito se alquiló, en calidad de pastor, a algunos de los vecinos de Coruña del Conde.
Así, el niño Diego recogía las ovejas de su corral, unas cincuenta o sesenta, que daban poca leche aunque algo más de lana, y recorría las calles del pueblo todos los días, justo antes de la amanecida. A la salida de las murallas el rebaño ya contaba con unas trescientas cabezas que seguían, ansiosas de buenos pastos, el monótono sonar del cencerro. Acompañado por dos buenos perros guardianes, obedientes y fieles amigos, poco miedo tenía al lobo. Sí es cierto que alguna que otra vez se había acercado esa alimaña, siempre en manada, pero aquella pareja de canes fabulosos, había defendido, con mayor fiereza que la ofertada por los atacantes, toda aquella rehala de animales asustadizos y baladores.
A diario, a su regreso, sus tareas no habían terminado, ya que, después de llevar cada oveja a su corral, tenía que ordeñar a las suyas. Con las ubres repletas de leche, los balidos no cesaban hasta haber aliviado a la última de las hembras. Con este alquiler de su trabajo consiguió unos cuantos dineros, completando la economía familiar y permitiendo que sus hermanos pudieran ir a la escuela, comiendo caliente casi a diario. Él, por su parte, no pudo acudir como ellos a instruirse.
Aun así, el buen párroco de la iglesia de Santiago de Coruña del Conde, tuvo a bien el dedicarle bastantes horas, consiguiendo que el muchacho aprendiera a leer y escribir. Siendo persona de inteligencia viva, cuando dominó aquellas artes, el cura le proporcionó diversos libros de historia, matemáticas, cálculo, filosofía, mecánica… El joven pastor leyó todos ellos con detenimiento, aprendiendo miles de cuestiones que guardó en su mente.
Su ingenio lo llevo a diseñar y construir, cuando contaba con unos 12 años, un original sistema para el molino del río Arandilla, consiguiendo una producción de casi el doble. También ideó y construyó un ingenio mecánico, con el que las gentes que trabajaban en la cercana cantera del Espejón pudieron cortar la piedra con poco esfuerzo, ahorrando tiempo y trabajos innecesarios.
Con el paso de los años, cuando cumplió 18, la vivienda, su huerta, el rebaño y todas las demás posesiones familiares les fueron arrebatadas. Debido a la gran cantidad de deudas que habían contraído, los acreedores acudieron a la justicia. Ésta fue inflexible, despojándolos de todo aquello que tenían. Sus seis hermanos fueron acogidos en diferentes casas de familiares de El Burgo de Osma, quedándose él a cargo de su madre. Consiguió entonces arrendar una pequeña construcción, a bajo precio, justo a la entrada del pueblo, en la que vivió con ella. Mas todo aquello, supuso un peso enorme en el corazón de aquella mujer. Murió, pocos meses después, de gran pena y tremenda tristeza.
Él siguió dedicándose al pastoreo y a la invención. Como en los prados, mientras los rebaños pastaban, tenía mucho tiempo libre, comenzó a observar la naturaleza. Hubo una cosa que le fascinó: el vuelo de las aves. Los enormes buitres, las águilas imperiales, solo tenían que aletear unas pocas veces y después planear, ascendiendo o descendiendo a capricho. Realmente, aquello era maravilloso.
Entonces algunas preguntas se incrustaron en su pensamiento. ¿Por qué los hombres, siendo creados por Dios antes que los pájaros, no podían volar? ¿Por qué, siendo superiores, carecían de aquella habilidad? ¿Cómo es que el Altísimo les había dejado en el mismo plano que en el de las serpientes y no en otro superior? Resuelto a encontrar solución a aquello, por las noches, a su regreso a la pequeña casa arrendada en la que vivía, se sentaba ante la única mesa, con unos pliegos de papel, pluma y tintero. Allí, a la luz de una vela, comenzó a componer su idea.
Mientras, entabló ciertas conversaciones con la hermana del herrero Joaquín. Era esta muchacha de su misma edad, agraciada físicamente, de carácter vivo y despierto. Al momento, entre María y Diego surgió una admiración mutua, que traspasó el límite de la amistad. Con esa confianza adquirida, le confió su proyecto. Cuando le enseñó los planos del artilugio que quería construir, ella quedó maravillada. Hasta tal punto llegó aquel asombro, que acordó un encuentro en su casa para que Diego presentara su idea a Joaquín.
El día concertado, éste quedó tan convencido de la viabilidad de todo aquello, que le ofreció su taller, con el almacén, para construirlo y guardarlo hasta el momento de la prueba. Aquellas hojas repletas de números con cálculos sobre materiales, dimensiones, superficies, fuerzas del viento, etc., lo deslumbraron.
Al día siguiente, el muchacho comenzó a desarrollar su propósito. Lo más laborioso sería conseguir mucha cantidad de largas y enteras plumas de grandes aves rapaces. Para ello, debería de cazarlas enteras. Primeramente utilizó una suerte de lazos. Varias águilas y algún buitre cayeron en ellos. Pero con las fuertes sacudidas de las aves al verse atrapadas, aquello que él necesitaba, las plumas de las alas y la cola, se deterioraban. Por lo tanto optó por emponzoñar grandes trozos de carne putrefacta, esperando que hiciera efecto. Cuando el animal moría envenenado, se acercaba a los restos y, cuidadosamente, recolectaba las mejores plumas para su máquina. Las guardaba en su zurrón hasta llegar a casa. Allí, las clasificaba por peso, tamaño, espesor y longitud. En estos menesteres anduvo durante unos pocos años.
A la par, Joaquín, con la ayuda de María y la de Diego, fue construyendo el armazón de la máquina. Los planos eran muy precisos, aunque debieron de realizar diversas modificaciones sobe ellos. Todo giraba a aliviar el peso del esqueleto. Mientras, el discurrir de la vida, el tiempo mismo, fue pasando en un goteo continuo. Las horas fueron días, los días semanas, ésta pasaron a meses y después a años. Aun así, aquella joven pareja no se decidía a formalizar su relación con el matrimonio.
Cuando el pastor inventor cumplió 35, la recogida de plumas estaba completada y la estructura terminada. El artilugio tenía un cuerpo central rígido, terminado en punta roma, de unos 4 metros de longitud y uno de anchura, realizado con madera y tela. A éste, se unían dos alas, una a cada lado, de los mismos materiales. En la trasera, una cola, a modo de timón, la remataba. En la parte inferior del conjunto, se había atado, con cuerdas resistentes, un trozo grande de cuero, a modo de asiento con respaldo, inclinado hacia atrás. Las alas y la cola, iban unidos al cuerpo mediante pernos y bisagras. Con esto, se conseguía que esos apéndices del aparato fueran móviles. Se podían manejar mediante una suerte de poleas desde la silla del timonel. Así, si tiraba o aflojaba unas, las alas ascendían o descendían, semejando el batir de las de las aves. La cola, con mecanismo más complicado, funcionaba con los pies, que iban encastrados en una especie de estribos. Cuando los accionaba de una forma, conseguía el movimiento de arriba abajo y viceversa. Si lo hacía de otra, se inclinaba hacia la derecha o izquierda.
Solo restaba, para terminar aquella basta tarea, recubrir el ingenio de plumas, cada cual en el lugar más apropiado. Todas fueron cosidas a la tela, una a una, siendo colocadas en su sitio justo, ya que el inventor las tenía clasificadas en cajones diferentes. Así, las había para la parte delantera de las alas, la central y la trasera. Lo mismo sucedía con el timón. Las de este lugar eran las más delicadas, habida cuenta de que serían las encargadas de la dirección. El cuerpo también fue recubierto en su totalidad por su zona inferior. Para la punta, que se mantuvo despejada, Diego había elaborado un ganchudo pico de madera, a semejanza de los de las águilas.
Un año entero tardaron en recubrir totalmente el aparato. El pastor ya había cumplido 36 cuando, por fin, la obra estuvo terminada. Habían pasado 6 desde su comienzo. Hasta entonces todos los quehaceres se mantuvieron en secreto. También la fabulosa máquina había permanecido, durante ese largo tiempo, escondida a ojos y oídos de los habitantes del pueblo.
Ya entrada de sobras la primavera, acordaron que todas las pruebas que realizaran se hicieran de noche, a fin de evitar miradas y habladurías indiscretas. Así, a comienzos del mes de mayo de 1793, una noche, justo antes de su mitad, abrieron las puertas del almacén de Joaquín y sacaron a la era cercana las partes de la máquina.
Allí, con paciencia, ensamblaron las alas y el timón, colocando también las poleas de gobierno. Después, la izaron sobre dos caballetes, a una vara del suelo. Una vez engrasadas las partes móviles, Diego se acomodó en el asiento del timonel. Comprobó el buen funcionamiento, tirando de las poleas, para mover las alas, y pisando uno u otro estribo, para elevar o girar la cola. Joaquín y María observaban, al lado, callados. Cuando el piloto saltó del asiento sonriente, soltó una carcajada.
—¡Funciona! ¡El «Águila» funciona! —estampó un beso en la boca de María—Cuando surque con mi máquina los cielos, nos casaremos amada mía.
—Así será —murmuró ella sonriente—. Que así sea.
Fijaron la fecha del primer vuelo para la noche del 14 al 15 de ese mismo mes. La tarea del montaje y desmontaje era harto laboriosa, ya que cuando todo estuvo desencajado y guardado en el almacén, casi ya amanecía.
Y el tiempo, ese inexorable discurrir de la vida misma, transcurrió muy lento pero constante. Diego había decidido que aquella ceremonia de su primer viaje fuera desde lo más alto de la colina del castillo, por estar éste a una altura suficiente como para poder remontarse en el aire una vez lanzado al vacío. Además, la construcción estaba ruinosa, nadie se acercaba nunca por allí.
Por ser el «Águila» un artefacto de dimensiones un poco grandes, en el que se invertirían varias horas de transporte y montaje, acordaron trasladarlo en tres partes durante las jornadas anteriores. Lo ocultarían a los ojos de sus paisanos, detrás de unos lienzos de las murallas, disimulada su presencia entre aquellos montones de restos. Así, los días anteriores, cargaron en una carreta, cubierta por una gran lona, de cada vez un ala. El cuerpo de la magnífica invención quedaría para el último traslado.
Cuando comenzó a caer el sol del 14, ya tenían todo el material en el lugar preciso. Nadie del pueblo se había percatado de cosa alguna. Ninguno se había fijado en ese trasiego de idas y venidas hacia el castillo. Menos mal, a saber lo que dirían, lo que pensarían o, lo que es peor, lo que harían.
Justo a la medianoche, la portentosa máquina apuntaba desafiante al vacío, en el filo mismo del abismo. Era una noche con poca luna, casi sin viento. Esto, preocupaba al inventor, puesto que su intención era aprovechar las corrientes de aire ascendente por el corte, casi vertical, de la colina, para ayudar a su aleteo. Ocupó su lugar en la silla, y esperó. Solo necesitaba un poco de viento y el ligero empujón de sus amigos.
Y entonces aspiró profundamente. Miró el estrellado firmamento buscando su propia estrella. El silencio era tremendo. Solo un par de cigarras insomnes rompían esa quietud.
Sus amigos esperaban sentados, silenciosos, en un cercano peñasco. En sus corazones sentían el anhelo de que esa noche, allí se escribiría la Historia, de la que ellos mismos serían partícipes. La silueta del piloto, sentado en la máquina cuyas alas se apoyaban en el suelo por su punta, se recortaba ante el estrellado cielo. Sin duda, el perfil de los dragones de las edades antiguas había debido de ser así.
Llevaban ya casi una hora, cuando una suave brisa los acarició. Nadie habló. Mas, al poco, la intensidad del aire fue mayor.
Diego, aspiró. Miró su estrella entrecerrando los ojos, y dijo:
—¡Amigos! Empujadme, que me voy hasta El Burgo de Osma.
Ellos, levantaron los alones, y acercando el ingenio al abismo lo dejaron caer. Diego, comenzó a mover las poleas de las alas. A la par, pisaba con insistencia el estribo para levantar el timón.
Al momento, el «Águila», desafiando cualquier ley natural fuera o no divina, remontó el vuelo y se alejó despacio.
María, que hasta entonces había tenido muchísimas dudas, comenzó a llorar y a reír. Saltaba, corría, se llevaba las manos a la cabeza, al corazón.
—¡Diego! ¡Diego! ¡Vuelas! ¡Estás volando! —gritaba— ¡Te amo! ¡Mi amor! ¡Lo has conseguido! ¡Dios, qué feliz soy!
Y esa felicidad la hacía llorar más y más y reír todavía más y más. Sin parar de llevarse las manos a su corazón, desbordaba la embriaguez del goce del éxtasis. ¡Qué júbilo! ¡Dios de los cielos! ¡Qué plenitud sentía en su alma!
Joaquín, por su parte, se quedó quieto. Quieto y mudo al borde mismo del acantilado. Boqueaba. Estaba viendo a su amigo volar. No podía articular palabra alguna. Entonces también comenzó a llorar. En silencio, cayó al suelo, sentándose allí. Él también se llevó las manos a la cara. Miró al cielo y murmuró solo para él.
Mientras, una gran risotada de Diego retumbó en el abismo. Gritaba sin dejar de carcajearse de sí mismo, del mundo, del mismísimo Dios.
—¡Lo he conseguido! —se oía con eco una y otra vez— ¡Lo he conseguido! ¡Estoy volando!
Corrigió el rumbo un poco a su derecha y pasó por encima de varias casas, acompañando su aleteo a los ladridos de los asustados y sorprendidos perros guardianes. Sin duda, aquella sombra recortada ante la tenue luz de la luna, parecería un ser fruto del mismo Averno. Cruzó el río a una altura de unas 20 varas y enfiló hacia las eras.
Pero allí quiso la mala suerte que uno de los pernos se soltara de su fijación, descolgándose el ala derecha. Al momento, el «Águila» se inclinó hacia ese lado y fue cayendo al suelo hasta que se posó de forma brusca. Había recorrido volando unas 430 varas.
Joaquín y María, viéndolo desde la altura del castillo, corrieron hacia allí. Cuando llegaron encontraron al piloto magullado, sentado en el suelo, maldiciendo a buena parte de los santos.
—Sabía que no estaba demasiado apretado. Lo sabía —repetía el intrépido pastor—. Me daba ese pálpito.
Cuando ya los ánimos se calmaron, acordaron reconstruir lo dañado, que era poca cosa, para intentarlo de nuevo. La mujer se acercó entonces hasta el taller del herrero para traer la carreta. En ella, cargaron todas las partes del ingenio, llevándolo hasta el almacén. No había sufrido muchos daños, con el cambio de unos cientos de plumas y la consolidación de los herrajes, bastaría para volverlo a poner de nuevo en funcionamiento.
Cuando amaneció, daba la impresión de que aquel iba a ser un día normal. Pero una de las vecinas, alertada por los ladridos, se había asomado por la noche al quicio de su puerta y vio todo lo sucedido.
La noticia corrió demasiado rápido entre la comunidad, llegando hasta el alcalde y a los párrocos de las iglesias de San Martín, San Juan y Santiago. Siendo la noticia de gran alcance y habiendo provocado una alarma social muy grande, el corregidor emplazó a los religiosos y a las fuerzas vivas a una juntanza en la escuela para esa misma tarde.
Eran, en la reunión, unos quince. Allí, con la única oposición del cura de Santiago, acordaron destruir aquella máquina diabólica y dar cuenta de los hechos a las autoridades y a la Santa Inquisición. Cuando salieron, en las calles aledañas se habían juntado unos cien vecinos.
—¡Destruiremos ese engendro! —vociferó a las gentes el alcalde— ¡Purificaremos este lugar!
Comenzaba a caer el sol cuando todos ellos, conocedores del autor y el lugar del escondite merced a la vecina insomne, se dirigieron hacia el almacén del herrero. Marchaban gritando, estaban asustados, aterrorizados. Creían que el espíritu del Maligno había entrado en aquellas personas que habían osado desafiar al mismo Dios en la sabiduría de la Creación.
Allí, Diego los recibió alarmado. Antes había encargado a Joaquín que cuidara de María, rogándoles que marcharan de allí, no fuera a ser que ellos lo pagaran por haber secundado su idea, o solo por el hecho de haberlo ayudado o de tener su amistad.
Los recién llegados continuaban con su griterío. Muchos portaban teas encendidas. Las pocas explicaciones que quiso pero no pudo dar el inventor no fueron escuchadas. Entre varios de los del pueblo sacaron al «Águila» de su nido, amontonando las partes en la hierba.
—¡Si Dios hubiera querido que el hombre volara le habría dado alas! —gritó uno.
—¡Purifiquemos este lugar! —bramó otro.
—¡No dejemos que el demonio se apropie de nuestro pueblo! —vociferaron más allá.
Al momento, lo que había sido la primera máquina de la Historia construida por el hombre que había conseguido volar, se convirtió en una enorme y voraz pira funeraria.
Diego no daba crédito a lo que le estaban haciendo. Cuando ya no pudo más, se sentó en la hierba. La luz de las llamas dejó ver cómo sollozaba. Tenía su ánimo destrozado.
—No es justo —habló quedo—. No es de justicia.
Levantó la vista al cielo. A través de la humareda del incendio buscó su estrella. No la encontró.
—¡Dios! ¡Óyeme Dios! —gritó muy alto— ¡No es justo! ¡Esto no es justo!
Por su parte, sus paisanos no le hicieron caso. Lo tomaban por un demente o algo parecido. Al poco, Joaquín y María se acercaron.
—Mi amor —le susurró ella.
Se sentó a su lado en la hierba y cogió su cabeza con las manos.
—Mi amor. Estoy aquí —continuó ella—. Lo construiremos otra vez. Te quiero amor mío. Te quiero muchísimo. Te amo más que a mi vida.
Unos días después, el Santo Oficio llegó al pueblo. Tras una breve investigación, el audaz inventor, fue condenado a purgar sus penas en el rollo durante dos días.
Cuando cumplió sentencia regresó a su casa. La buena María lo acompañó, dedicándole todo el cariño del mundo. Sumido en una gran desolación y tristeza, nunca se casó con ella. Aun a pesar del amor, del cariño y de los cuidados de su amada, que no se separó de él, Diego Marín Aguilera falleció seis años después de estos hechos.
Murió víctima de la angustia y la amargura.
EPÍLOGO
Diego Marín Aguilera (1757 – 1800). De oficio pastor, fue vecino de Coruña del Conde (Burgos – España), en donde nació, vivió y murió. Su ingenio lo llevó a desarrollar diferentes inventos, siendo el más portentoso de todos, una máquina para volar que funcionó. En 1793, después de su primer y último vuelo, ese «artilugio volador» fue quemado por los vecinos de Diego, al grito de «si Dios hubiera querido que el hombre volara, le habría dado alas». Condenado por unos días al rollo, cumplió su condena y se retiró a su casa. Murió, víctima de una gran pena. Nunca se casó y sus pocos bienes los donó a la iglesia de Santiago de Coruña del Conde.
Hoy en día diversos institutos y entidades de Burgos llevan su nombre. En la entrada del aeropuerto de Burgos, una placa recuerda y reivindica su hazaña. En 1993, coincidiendo con el bicentenario de su vuelo, el Ejército del Aire regaló a Coruña del Conde un avión T—33, que fue expuesto en la misma peña desde la que Diego se lanzó al vacío con el «Águila». A su lado, las ruinas del castillo, completaban este singular anacronismo histórico. Ese mismo año, el programa «Al filo de lo imposible», de TVE1 (televisión estatal española), dedicó un programa a este personaje. Construyeron una réplica del «Águila» que no consiguió volar. La película española «La fabulosa historia de Diego Marín» (1996) recrea lo acontecido. Actualmente se encuentra expuesta en el interior de la iglesia de Santiago. En 2013, el T-33 del castillo de Coruña del Conde, fue retirado de su emplazamiento por el Ejército del Aire, con la intención de proceder a su restauración. A día de hoy, los vecinos siguen esperando la restitución del mismo, ya convertido en sello de identidad del pueblo.
La aviación actual no llevaría 150 años de retraso si el 15 de mayo de 1793, la máquina de Diego Marín no hubiera sido destruida.
Firmado: Esteban Perelló Renedo