Desde que irrumpiese letalmente el COVID-19, comúnmente conocido como Coronavirus, es incontrastable que se ha atinado con nuevos hábitats en América, Oriente Próximo y el Sudeste Asiático.
El hecho, es que hace pocos días se sobrepasaron los 100.000 CPR+ diarios, en las jornadas del 17, 21 y 22 de mayo, respectivamente; la última, con referencias extraídas de la Organización Mundial de la Salud, abreviado, OMS.
Tanteando los amplios territorios en los que la Agencia Sanitaria de las Naciones Unidas segmenta el mapa geomorfológico, hay que partir de su gran diversidad. Pero, si se compara en su totalidad, se observa que entre el 10 y el 22 de mayo los casos aumentaron en un 24,5% en el Sudeste Asiático, con países como Indonesia o India, haciéndolo en un 81,7% y en los que la OMS denomina ‘Mediterráneo Este’, lo que para los europeos incluye Oriente Próximo y el Centro de Asia, que supone un 52,3%.
El continente americano en su conjunto, ha ascendido a un 34,1%, rebasando al Viejo Continente en el primer puesto en número de personas contagiadas por el virus, aunque todavía no es el que más decesos ha registrado.
El relevo simbólico se evidencia en los antecedentes publicados por diversos medios de comunicación. En la suma, en los diez estados con más incidencias acumuladas, se dejan ver siete europeos, o lo que es igual, Rusia, Reino Unido, España, Italia, Francia, Alemania y Turquía; pero, si se analiza únicamente los diez países que más casos han comunicado en la última semana, quedaría en solitario Reino Unido.
Desde la irrupción del patógeno, entre las diez primeras naciones más perjudicadas, existen dos americanas, Estados Unidos y Brasil; y entre la decena que más positivos se han detectado, hay cinco: Estados Unidos, Brasil, Chile, México y Perú.
Luego, América franquea los momentos más complicados de la pandemia: “no es tiempo para distracciones y es importante continuar con las medidas de salud pública, incluido el distanciamiento social”, tal como lo ha advertido la Organización Panamericana de la Salud, abreviado, OPS, Organismo Internacional especializado en salud pública, al divulgar los nuevos datos de la enfermedad.
Según las últimas cifras oficiales que obviamente serán superiores a la lectura de este pasaje, Estados Unidos es el núcleo epidémico del planeta y contabiliza 1.747.087 millones de infecciones por 102.836 finados. La crisis ha forzado a casi 39 millones de personas a perder el empleo.
Toda vez, que en América Latina, el foco se encuentra en Brasil que ha sobrepasado las 27.878 víctimas. Igualmente, México se halla en su situación crítica, verificando los 84.627 contaminados y 9.415 difuntos. En Perú, el Gobierno contempla que ha alcanzado la meseta de las transmisiones. Bien es cierto, que en condiciones limitadísimas, desde hace tres semanas no ha disminuido la franja de los 4.000 contagios fijos y constata 141.779 enfermos y 4.099 muertos.
Con estas connotaciones preliminares, uno de los indicadores más calamitosos de este trance, ponen en entredicho los sistemas sanitarios mundiales y locales, aglutinando a los más sofisticados que, indudablemente, no han estado a la altura de las circunstancias para absorber las cuantías tan elevadas de ingresos que han requerido hospitalización y, posteriormente, cuidados intensivos, en intervalos relativamente pequeños con los centros completamente saturados.
Los números revelan globalmente los niveles de gravedad de la plaga: casos confirmados en el mundo, 5.941.992 y fallecidos, 365.252.
Reportándonos a las postrimerías del mes de diciembre de 2019, el primer origen del SARS-CoV-2 se emplazó en China Central, en la provincia de Hubei, donde a velocidad endiablada el virus se generó y por doquier se propagó.
Consecutivamente, en medio de febrero y marzo, afloraba el segundo sumidero, en esta ocasión, Lombardía, al Norte de Italia. Puntos territoriales como la República Italiana, España, Francia o Alemania padecieron la furia del coronavirus, que a su paso arrasaba, especialmente, en el colectivo más vulnerable: los octogenarios.
Más adelante, el tercer epicentro se reubicó en EEUU, particularmente, en la Ciudad de Nueva York, apresada con cuantiosas trasmisiones y fallecidos, la amplia mayoría procedentes de la urbe latina. Actualmente, la OMS ha ratificado que Sudamérica: Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Paraguay, Chile, Uruguay y Argentina, se ha convertido en la cuarta de las entrañas de la pandemia, catalogándose a Brasil como el estado más damnificado.
Sobraría mencionar, que el entorno del germen es variado en cada extensión por el ensanchamiento terrestre de la demarcación que ostenta; asimismo, el escenario es heterogéneo en cada contorno de América Latina, que, como continuación a este texto, se abordará en otra narración.
Ciñéndome en los Estados Unidos de América, las reseñas plasmadas en las estadísticas diarias, describen su lógico y brumoso dietario. Me explico: hace unas semanas, los guarismos en cuanto a los extintos de Nueva York, superaba a los atentados del 11-S, 2.996. En 24 horas, alcanzaba el despropósito de 806 vidas.
Sucesivamente, en casos confirmados, Nueva York se ha encasillado por encima de cualquier otro espacio geográfico del universo con 368.284 personas aprisionadas por el COVID-19. Los extintos llegan a los 29.646. Dígitos que con toda seguridad son superiores, al no anotarse los episodios post morten, o lo que es lo mismo, los neoyorquinos que mueren en sus casas.
Si en lo sucedido se desenterrara del pasado los recuentos que persisten en las mentes y corazones del Pueblo Americano, habría que extraer: primero, los 2.400 sacrificados que cayeron en el ataque de Pearl Harbour; o los 36.574 militares abatidos en las operaciones de la Guerra de Corea; o los 58.220 que fenecieron en la contienda de Vietnam y, como no, los 116.516 que se perdieron en la Gran Guerra.
Ahora, subyacen las denominadas ‘zonas cero’, como el centro ‘Jacobi Medical Center’, uno de los hospitales de más prestigio que está en los límites de sus facultades o, quizás, esta aseveración sea minúscula a sus proporciones.
Conforme el contexto se agrava, es incuestionable que el coronavirus no cesa en su ímpetu y salen a la luz verdades aborrecibles. La enfermedad en sí misma no discrimina, pero su repercusión no es similar para todas y todos. Sus terroríficos resultados no deben descomponerse en el acervo de la Ciudad, sino, considerando dos entes equivalentes en la metrópoli que subsisten como buenamente pueden.
Más bien, estoy refiriéndome a la convivencia de dos grupos, uno de raza blanca y pudiente y otro negro y necesitado, constituido por mano de obra de actividades esenciales que lo hacen estar a merced de los más insospechados riesgos sin la protección apropiada. Una brecha visible en los individuos que han muerto por el virus.
Cada uno de estas jurisdicciones e inclusive, otros alrededores de un mismo término, luchan con el patógeno como si incumbiese a una epidemia diferente a la de otras esferas. En manzanas preferentemente ocupadas por blancos, las vías y travesías permanecen desguarnecidas. Los estacionamientos que regularmente son pretendidos, están desiertos, porque muchos residentes se han dirigido a sus segundas viviendas o, tal vez, han arrendado alguna casa.
En sitios como El Bronx, donde el 84% del censo pertenece a la clase afroamericana, latina o mestiza, las aceras continúan atiborradas de gentes desahuciadas a su suerte que se encaminan al desempeño de los servicios básicos.
Hay que tener en cuenta que el 79% de los profesionales que se afanan en la primera línea de la crisis sanitaria, como asistentes, enfermeras, trabajadores sanitarios, conductores de furgonetas, encargados de autoservicio o personal del transporte público, son afroamericanos o latinos.
Los neoyorquinos que perfectamente lo pueden tolerar, se han enclaustrado en sus domicilios para guardar el confinamiento; a diferencia de los que viven a las afueras con menos recursos, no tienen otra elección que arriesgar su sistema inmunológico.
Observando el estudio realizado por de ‘The Guardian’, si se intercala un plano de las partes donde habitan los que ejercen en primera línea, sobre otro plano con los CPR+, ambos, poco más o menos, son semejantes. En Queens, la centralización de contagios más aguda se origina esencialmente en las barriadas con trabajadores adscritos a los servicios primordiales.
Un detalle significativo es que al menos 41 trabajadores de los servicios públicos de transporte, metro y autobús, han fallecido por el virus. Además, una investigación materializada en 2016 por la Autoridad de Transporte Metropolitano ‘MTA’, sobre la variedad de sus integrantes, llegó a la conclusión que el 55% de sus 72.000 operarios eran negros o latinos; sin soslayarse, que el 82% eran hombres.
Pero, ¿cuál es la cruda realidad de quiénes a duras penas aquí conviven? Irremediablemente, estas personas han de salir a desempeñar sus labores, haciéndolo sin equipos de protección; al igual que no se les practican las pruebas de detección. Es algo así, como si por activa y por pasiva, se erigiesen en las sustentadoras de la Ciudad, aun poniéndose en juego sus vidas.
Y, por si fuera poco, en la sala de urgencias del centro médico ‘Jacobi Medical Center’, se vislumbra como el coronavirus arremete indistintamente en estos dos colectivos. Habitualmente, los afectados han de combatir con otras patologías previas que los condena a ser más vulnerables al padecimiento.
Y es que, muchos arrastran trastornos relacionados con la indigencia y discriminación que les condicionan a determinadas enfermedades crónicas, como la hipertensión, asma, diabetes, etc., y otros males de la comida basura.
No obstante, resulta dificultoso obtener datos fiables, porque los agentes municipales y estatales se niegan a facilitar las cifras públicas, fundamentando que sacar a flote los centros sanitarios, es más urgente que el resquicio racial que pudiese concurrir.
Curiosamente, periodistas del portal de noticias ‘The City’, han confeccionado un informe con indicios del Departamento de Salud de Nueva York, averiguando que la tasa de mortandad por coronavirus en El Bronx, conocido como el ‘Yankee Stadium’, dobla la estimación en su total.
Por último, ante las influencias evidentes se han hecho públicas unas conclusiones preliminares que aclaran sin vaguedades, la quiebra étnica en la cantidad de decesos por el COVID-19. La letalidad de los neoyorquinos negros y latinos doblegan a la de los neoyorquinos blancos y asiáticos; un hallazgo que prosigue el guion ascendente de las comunidades inicialmente reseñadas.
Indiscutiblemente, se dejan ver un sinnúmero de desigualdades con irrefutables desproporciones en la forma en que esta afección daña a los habitantes.
Más aún, si en los últimos días, se ha denotado que la crisis podría haber tocado su máximo y supuestamente, estar allanándose en consonancia con las curvas de contagios, hospitalizaciones e ingresos en las unidades de cuidados intensivos, abreviado, UCI. Nueva York soporta las acometidas del virus, pero sus hospitales que no dan para más, prefieren no reflejarlo, porque el resentimiento y enojo común del personal sanitario con la Administración de Trump y los líderes políticos, no ocultan el malestar por la nefasta protección específica, como la conveniencia de determinadas acciones profilácticas y equipos básicos de protección individual, abreviado, EPI, que han escaseado.
A medida que el coronavirus se cobra más vidas, la Ciudad ha tenido que reinventarse lo impensable: Rikers Island, la isla situada en los condados de Queens y del Bronx en el East River que hospeda la duodécima prisión de máxima seguridad de los Estados Unidos, realiza su guerra pertinente contra el brote epidemial.
Remontándonos al día 5 de abril, por aquel entonces, se contabilizó el primer penado muerto por dicha dolencia. Aunque cueste creerlo, los representantes penitenciarios compensaron con seis dólares por hora, a los presos para que excavasen sepulturas en una isla próxima a El Bronx. Hoy en día, han contratado a empleados externos.
No más lejos de esta certeza y con historias realmente desgarradoras, un concejal de Nueva York difundió en un tuit, a la postre eliminado, la sospecha de llevarse a cabo enterramientos en los parques adyacentes de manera estacional. Afirmando, que se profundizarían zanjas para diez féretros en línea.
En seguida, lo invalidó y comentó que era un plan de contingencia.
A esta irregularidad habría que añadir, la difusión de imágenes de brigadas agrupando ataúdes y soterrándolos en dos imponentes escarbaduras perforadas en Hart Island; recinto adoptado para ubicar los restos de finados por coronavirus, que llevan días sin ser demandados por algún pariente; o, probablemente, correspondan a familias sin recursos económicos para sufragar los gastos derivados del sepelio.
De todo ello, intermediarios políticos y el mismo presidente estadounidense, han intentado aplacar los ánimos con algunas decisiones, al objeto de mitigar la presión de los hospitales que se hallan en lo más insostenible. Ejemplos de ello es el centro de ‘Convenciones Jacob K. Javits’, transformado en hospital militar; o el ‘USNS Comfort T-AH-20’, un buque hospital de la clase Mercy, atracado en el río Hudson. Sin embargo, ningunas de las iniciativas han logrado atraer la curiosidad de los medios de comunicación.
En los centros médicos de estos distritos, el personal sanitario dedica más horas que antes y a un compás más acelerado, con insuficientes medidas de protección. Quedando al descubierto las paupérrimas limitaciones en cuanto a los respiradores, que ante su carencia son reclamados a otras unidades para ser compartidos.
Del mismo modo, ocurre con las camas que, sin tregua, se ocupan y desalojan para estar nuevamente disponibles, o si acaso, el traslado de pacientes a otros centros médicos, clínicas o dispensarios. A la par, los profesionales de la salud que normalmente no habrían de actuar en urgencias o en las UCI, ahora han de hacerlo para cubrir las necesidades.
Si todavía en lo descrito hay alguna duda del lugar que identifica este relato, se refiere a los Estados Unidos de América: el tsunami de la epidemia parece avanzar por códigos postales y dibuja a los colores de la piel en los que no hay censura.
El procedimiento clínico ha dado un giro de 180 grados: un médico que batalla en el Centro Hospitalario ‘Bellevue’ de Manhattan, procura controlar a sus pacientes enfermos de coronavirus por la ventanilla de la habitación, para atenuar la probabilidad de contaminación; dándole las orientaciones pertinentes para que sean ellos mismos los que se adecuen sus niveles de oxígeno.
De los veinte barrios con escasos episodios de infecciones, todos menos uno, son los más acomodados. Entre los cuales, Manhattan está deshabitado: las sirenas suenan en un trasegar incesante de idas y vueltas transportando a mórbidos a los centros más cercanos, con el añadido, de entremezclarse una formación evangélica que manifiesta su antipatía hacia los homosexuales. Conjuntamente, en pleno ‘Central Park’, el islam ha incorporado una enfermería de campaña para acompañar a los aquejados en su último adiós con la muerte asediándoles. Es otro de los cuadros aterradores duro de encajar, donde se deambula por una de las principales arterias del centro de Manhattan, la Quinta Avenida, sin echar un vistazo a lo que queda atrás.
Al desocuparse las vías públicas, rondas y viales, la desdicha se turba con la penuria. Los sintecho buscan desesperadamente la receta para cobijarse; en teoría son los únicos que vagan por las bocacalles y pernoctan en el universo deprimido del metro, hasta que se atinan con los que no han podido librarse del trabajo.
Éstos, que ni tan siquiera disponen de las mínimas cualificaciones para el teletrabajo, están presos de la desconfianza a perderlo todo y al sobresalto de enfermar, abrumados, siguen valiéndose del transporte público para suministrar las tiendas y autoservicios, o cocinar en establecimientos o desplazarse en el reparto a domicilio.
Consecuentemente, la pandemia del SARS-CoV-2 desenmascara las bisagras ensordecedoras de un sistema que las disfraza con exuberantes luces de neón: el 34% de las víctimas en Nueva York son hispanos y el 28% afroamericanos; en los próximos días, los poderosos se atemorizarán al descubrir sus calzadas invadidas por pobres y cadenas de parados haciendo cola en las inmediaciones de su iglesia, para recoger algo que llevarse a la boca.
Estas son las desdichas del capitalismo en la quema de las vanidades, que el coronavirus inflige en los EEUU, que, por vez primera, todos los Estados están bajo una declaración federal de desastre.