Amparado por el patriciado republicano y millones de incondicionales, Donald Trump sigue negándose a aceptar los resultados que su equipo no ha logrado impugnar. El encono continúa y cuanto más tiempo siga sin admitir la derrota, más se resiente el funcionamiento del Estado de derecho, las barandillas de la democracia.
Una de las primeras preguntas que Joe Biden tendrá que afrontar es: ¿qué hacer con el desesperado intento de deslegitimar el mandato de quien ha ganado, para forzar a la nación a aceptar la pretensión de quien ha perdido?PUBLICIDAD
Aquí anida el dilema sobre qué hacer: ¿Defender que la ley se respete, tanto si uno está de acuerdo como si no, o llegar a un pacto de condescendencia mientras se mira para otro lado?
Según los detractores de Trump, la disyuntiva tiene que ver con su creencia de que el Estado de derecho no le es aplicable y pone el poder ejecutivo al servicio de intereses personales, beneficiándose de la permisividad del sistema.
Hace tiempo que este derroche de audacia en el ejercicio del poder había intensificado las alarmas sobre lo que le podría esperar si perdía las elecciones. La negativa no es nueva. En 2016, Hillary Clinton y Jimmy Carter negaron validez a la victoria de Trump, para después rectificar.
Un libro de reciente aparición, After Trump, hoja de ruta para reformar la Presidencia, contiene 50 propuestas sobre conflictos de intereses presidenciales, influencia extranjera en elecciones, abuso del perdón, ataques a la prensa e independencia de las fuerzas del orden. Sus autores, Bob Bauer y Jack Goldsmith, que trabajaron con dos presidentes, no se pusieron de acuerdo sobre qué hacer con Trump y optaron por repartirse ese capítulo. Bauer (que trabajó con Obama) se mostró a favor de una investigación completa y Goldsmith (en la esfera de George W. Bush) se inclinó por la cautela.
Biden tiene mucha carne encima de la plancha para mitigar el daño incesante de la pandemia, reparar las instituciones, restaurar la confianza en el gobierno y lidiar con la subversión del Estado de derecho.
Aunque prometió que no habría perdón ni obstrucción al enjuiciamiento de Trump, no hay que descartar que su antagonista pueda estar buscando permutar su aceptación de los resultados con una promesa de indulgencia. O que trate de perdonarse a sí mismo, si bien resulta inédito y no parece que sea sostenible en los tribunales. Un escenario aún más inverosímil sería que renunciase a la Presidencia el 19 de enero, facilitando que lo perdone el vicepresidente Pence como presidente por un día.
Las maniobras legales, sin aportación de pruebas sólidas, referidas a «irregularidades en la tabulación de votos», siguen en marcha, con Rudy Giuliani sudando tinta al timón. Pero podrían tener menos que ver con tratar de anular los resultados que con ganar influencia para limitar su responsabilidad cuando deje el cargo.
La cosa no acaba ahí, ya que cuando abandone la Casa Blanca, el apoyo al ya expresidente (que llegó a decir que «no tenía la menor idea de lo importante que eran los jueces del Tribunal Supremo para los votantes»), 72 millones de seguidores, no deja de ser un respaldo que le avala para seguir influyendo en la vida política del país. En caso de procesamiento (sin ponderar una forma de actuar fruto de su carácter único y el enjambre de normas que le pusieron en bandeja una libertad, casi total, para no tener que rendir cuentas), los que optaron por su reelección, el 40% del país, podrían percibir el enjuiciamiento por crímenes federales como una ‘criminalización de diferencias políticas’.
Presidente en la sombra
Lo que sería susceptible de convertirle en un mártir o, lo que es aún peor, en un presidente en la sombra que lidera, desde un campo de golf, un ejército de hiperventilados, con anclaje en un imperio mediático propio. Al final del mandato, Trump se volcó en su reelección, convirtiendo la Casa Blanca en escenario de la Convención Nacional Republicana y organizando, días después de salir del hospital tras el coronavirus exprés, un mitin de campaña en uno de los jardines. Lo nunca visto.
Mientras resistió en el cargo, pudo sobrevivir como empresario a litigios sin límite (a lo largo de su vida, habría sido parte en no menos de 4.000 pleitos, lo que le llevó a bromear en un mitin de campaña: «tengo un doctorado en litigios»; como candidato, a discutibles prácticas de financiación de campañas; y como presidente, a interferencias en investigaciones sobre su propia conducta y a un aparente abuso del poder inmanente a su cargo, para seguir en el machito.
En los estertores de la disputada Presidencia, William Barr, fiscal general de EEUU, sigue siendo uno de sus puntales. Junto a otros pensadores conservadores, defendió la teoría del ‘ejecutivo unitario’, en virtud de la cual el presidente posee la facultad de controlar todo el poder ejecutivo. Para ello, se apoyaron en el artículo 2 de la Constitución, que no sólo da al presidente un control ilimitado sobre la política exterior y las operaciones encubiertas, sino que también lo protege contra incursiones en esa autoridad, por parte de fiscales independientes.
En un país donde el Ministerio Público opera con independencia del Gobierno federal, la fiscal general de Nueva York y el fiscal de distrito de Manhattan prometieron utilizar ‘toda la fuerza de la ley’ para investigar al presidente, a pesar de que en los últimos 50 años los fiscales federales han respetado un memorándum del Departamento de Justicia que dictamina que un presidente en ejercicio no debía ser acusado, otorgándole total inmunidad de enjuiciamiento penal.
Los partidarios de rendir cuentas, «nadie está por encima de la ley», abogan porque Biden no mire hacia otro lado. Infieren que cuando se desobedece, al grito de «puedo salirme con la mía, ya que nadie me detendrá», quizá la derrota electoral no sea suficiente castigo. Para concluir que, en un Estado de derecho, la mejor disuasión para conductas inaceptables es la perspectiva e inminencia de juicio y condena.
La política de ‘perdonar y olvidar’; en línea con lo que decía Benjamín Franklin, uno de los Padres Fundadores: «el tiempo es una hierba que cura todas las enfermedades’, no parece que sea la mejor forma de contribuir al mantenimiento de una democracia fuerte y justa.
El presidente no debería comprometerse en el análisis y las acciones legales, si las hay, que se pudieran tomar. Es tarea del Congreso y los fiscales estatales, con sólida jurisdicción sobre estos asuntos.
Dirimir responsabilidades, piedra angular de las libertades, debería asentarse en un esfuerzo silencioso, sin revanchismos, de manera ordenada y consistente, en el marco del Estado de derecho que la democracia exige. El narcisismo sociópata y las grietas del poder ejecutivo han puesto a prueba las barandillas de la democracia. La rendición de cuentas se siente como si estuviera más lejos que nunca, pero el Estado de derecho terminará imponiéndose.
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