La infinidad de fallecimientos derivados de la guerra, constituyen una parte de sus muchas ramificaciones: las víctimas o las cifras de finados, son a fin de cuentas, el alto precio pagado por el conflicto en vidas humanas.
Sobre todo, en lo que atañe a las personas civiles. Tampoco, los resultados de la conflagración se refieren exclusivamente a los aspectos materiales, porque, cada contienda en sí misma, es diferente y aglutina vicisitudes, períodos y magnitud; teniendo en cuenta, que las repercusiones recaen mayoritariamente entre los más débiles: la población, que, in situ, sobrevive de primera mano el horror más infernal.
La Segunda Guerra Mundial (I-IX-1939/2-IX-1945), marcó un antes y un después, con violentos vaivenes en la orientación de la política internacional, convirtiéndose en la punta de lanza más importante y demoledora del frontispicio universal. Sobraría referirse a su expansión descomunal en las operaciones, o en su carácter planetario y la fuerza y elevado nivel tecnológico del armamento empleado, fundamentan la monstruosidad de la hecatombe demográfica y del cataclismo en infraestructuras que originó.
Sin duda, constituyó un punto de inflexión significativo, porque, simbolizó nada más y nada menos, que la consumación de la supremacía europea y el comienzo del protagonismo de las grandes superpotencias: EEUU y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, abreviado, URSS; además, de la emergencia del Tercer Mundo, producto de la causa descolonizadora. Asimismo, punteó el revés del fascismo; el triunfo relativo de la democracia y la proclamación de los Derechos del Hombre.
La paz, tan codiciada, se rubricó los días 7 y 8 de mayo de 1945 en el Viejo Continente, y el 2 de septiembre de ese mismo año en Extremo Oriente, pretendiendo revelar los supuestos anhelos de una urbe desalentada por los estragos de la batalla: golpeada por el hallazgo del genocidio y la conmoción de la bomba atómica; definitivamente, debía de establecerse la seguridad colectiva; imposibilitar el regreso de una crisis económica; defender la conquista de la democracia y consolidar la justicia social.
En 1945, año conclusivo del choque, diversas partes de la aldea global, pero, sobre todo, Europa, Japón, superficies espaciosas de China y del Sudeste asiático, se hallaban en un contexto aciago; fundamentalmente, por la merma de finados y el desmoronamiento de bienes tangibles, como nunca antes se habían observado.
Si en sí, la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), se catalogó como una desdicha para las milicias y los territorios donde se dispusieron las vanguardias y retaguardias, la Segunda, agrandó enormemente la angustia y la consiguiente pérdida de recursos. Aparte de las fuerzas contendientes, esta lucha tambaleó ampliamente a los ciudadanos, que debieron de soportar castigos de todo tipo: intenso fuego aéreo, aislamientos forzosos, deportaciones y atroces desagravios continuos e incluso el exterminio por razones étnicas.
Obviamente, como previamente he expuesto, lo incipiente de cualquier guerra es el descalabro de vidas que se pierden. En atención a los parámetro establecidos por el historiador don Stéphane Courtois (1947-72 años) y la historiadora doña Annete Wieviorka (1948-72 años), en su publicación conjunta “L ’État du Monde en 1945”, el mayor número de fallecidos cayeron en las filas de la URSS, con 26 millones de personas. O, lo que es igual, más que todos los caídos de las potencias que compitieron en el transcurso de la Gran Guerra: los dos tercios de las víctimas soviéticas eran civiles, un desgarrador repertorio de mortalidad para el balance de cuatro largos años, que indicaban el 14% de la población total de la Unión Soviética.
Alemania, se erigió en la damnificada de sí misma, unos 6 millones de alemanes sucumbieron, incluyéndose los procedentes del estrato social: las muertes de militares se consideraron el doble que las de la Primera Guerra Mundial.
Por otro lado, las pérdidas japonesas sobrepasaron los 2,5 millones. En el caso de China es dificultoso establecerla, ponderándose entre los 2,5 y 13 millones, de los cuales, 1,5 millones incumbirían a los componentes del ejército. Tanto Gran Bretaña, como Francia e Italia, tuvieron menos defunciones que en la Primera Guerra.
Sucintamente, contrastando respectivamente la Primera de la Segunda Guerra Mundial, la cuantía de británicos perecidos, refundiendo a los civiles, ascendieron a los 365.000, más otros 120.000 del Imperio británico. Recuérdese al respecto, que en la Gran Guerra, la pérdida imperial rozó el millón de bajas.
En cambio, Francia, registró 293.000 soldados en combate y, poco más o menos, igual cantidad de civiles; en correlación a 1914-1918, que se aproximó al millón y medio. Fijándonos en Italia, el conflicto le supuso 444.500 almas, una de cada cinco de entre la población, en similitud a las 615.000 en la Primera Guerra.
Paralelamente, Bélgica, concentró los mismos guarismos de decesos militares en las dos campañas, pero en la Segunda, incidió más en los civiles que en las milicias. Holanda y Noruega, no acarrearon muertes en la Primera y Segunda Guerra, éstas fueron mínimas con los ejemplos referidos, pero, de cierta notoriedad en su cuadro poblacional: Holanda tuvo serios perjuicios civiles proporcionalmente superiores a todos los estados de Europa Occidental, entreviéndose en más de 220.000.
En Europa Oriental y Central, los tránsitos civiles fueron cuantitativamente numerosos, al incluirse a unos 5 millones de judíos, más 4 millones de civiles no judíos y otro millón de la resistencia yugoslava. Polonia junto con la URSS, pasaría a ser el más azotado, computándose unos 5,5 millones de civiles, o séase, el 18% poblacional, entre ellos, de 3 a 4 millones de judíos polacos.
En sus tropas regulares, Rumanía, Hungría, Yugoslavia y Polonia dilapidaron cada una entre 300.000 y 400.000 vidas. Austria, casi alcanzó los 300.000 fallecimientos; mientras, Bulgaria, en menor medida se elevaron a las 20.000 personas, la mitad de estas, civiles.
Finalmente, con relación a las fuerzas estadounidenses, en cada uno de los frentes que participó, tanto en el Pacífico como en Europa, sumaron 385.000; de ellas, 45.000, recayeron del bando de los militares canadienses. Teniendo en cómputos comparativos con la Primera Guerra Mundial, seis veces más en sacrificados.
Tal vez, cada una de las cifras justificadas, nos hayan resultado cansinas por su reiteración en las cantidades y lugares de origen, pero, no sólo son aproximativas, sino que, del mismo modo, indispensables para hacernos una idea de la hemorragia demográfica que significó la Segunda Guerra Mundial.
En el cálculo general, nos estaríamos refiriendo a más de 50 millones de fallecidos, lo equivalente a cuatro veces más que en la Primera Guerra. Esta diferenciación es interpretada por el imponente ensanchamiento del teatro de operaciones y la intervención directa de la población en las acciones. Todo ello, perceptiblemente empeorado por actores, especialmente, Japón y la URSS, que no acataron la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra y los criterios discriminatorios de exterminio sistemático materializados por el III Reich.
Números, que dan vértigo a la hora de examinarlos y que quedan incompletos, al omitírseles los 35 millones de heridos más los 3 millones de desaparecidos. A los damnificados directos, es preciso anexarles las secuelas de la sobremortalidad inducida por la subalimentación y la irrupción de padecimientos infecciosos como la tuberculosis, hambruna, cólera, disentería, malaria o tifus; o de escasez, como el raquitismo. Este infortunio estadístico adquirió consecuencias indescriptibles. Para ello, con analizar las pirámides de edades de la URSS, Alemania, Yugoslavia o Polonia, lo dice todo.
Inestabilidad en los indicadores de edad en perjuicio de las clases más activas, o como de sexos, variables que influirán sobre la reconstrucción y que veinte años más tarde, llevarían a un empobrecimiento en el índice de los nacimientos.
Como ejemplo de lo fundamentado, los censos de la URSS corroboran las oscilaciones habidas entre los sexos: en 1959, el tronco de edad 35-50 años, contaba con cuatro hombres por cada siete mujeres.
Ciñéndome en las premisas previas y conclusivas de una extensa, gravosa y deshumanizante Segunda Guerra Mundial emprendida en 1939, el 2 de mayo de 1945, las avanzadillas germanas del Tercer Reich entregaron la Ciudad de Berlín a las fuerzas del ejército rojo. En ese mismo día, las resistencias alemanas en Italia se rindieron ante el ejército norteamericano; mientras, el 4 de mayo el resto de fuerzas nazis desplegadas en el Norte de Alemania, Dinamarca y los Países Bajos, harían lo propio.
El 7 de mayo, los pocos reductos que quedaban de alemanes adscritos al Alto Mando, acabarían cediendo las armas en Reims, Francia; de esta forma se ponía fin a la guerra en el frente Occidental. Bien es cierto, que hasta el 12 de mayo, algunos restos de tropas alemanas muy mermadas, siguieron combatiendo contra las fuerzas aliadas en Europa Central.
Entre los días 17 de julio y el 2 de agosto de 1945, en la última conferencia aliada realizada en la Ciudad de Potsdam, los representantes políticos de las potencias aliadas cuestionaron los términos y condiciones de la ocupación aliada de Alemania. Además, convinieron otorgar un ultimátum al ejército Imperial japonés, requiriendo su irrevocable rendición.
El 6 de agosto de 1945, el Presidente de los EEUU don Harry S. Truman (1884-1972), con una Orden Secreta había resuelto emplear una nueva arma perfeccionada en el más escrupuloso de los secretismos: por vez primera, la energía liberada por el átomo, iba a ser manejada como arma de destrucción.
Posteriormente, el 6 de agosto de 1945, la bomba atómica se lanzó sobre la Ciudad de Hiroshima; inmediatamente, transcurridos tres días del anterior desastre, se hizo lo mismo en la Ciudad de Nagasaki, pero, en esta ocasión, lo caído desde las alturas había sido preparado y diseñado como una bomba de plutonio.
Conforme a los analistas, estos artefactos se promovieron por la experiencia acumulada del ejército americano en la ‘Batalla de Okinawa’ (I-IV-1945/22-VI-1945); la determinación de Truman por valerse de este tipo de armamento novedoso, residió en imponer a Japón su rendición.
La ferocidad y brutalidad de los combates e intensidad de los disparos, no impedirían que Japón, sin el poder naval ni aéreo, se enfrentara en una obstinada y sangrienta hostilidad ante las unidades de la Infantería de Marina de los EEUU, produciéndoles considerables bajas; lo que ha llevado a los investigadores a sopesar que la cuantificación de muertos y heridos estadounidenses en la fase de penetración, podría rondar los 1,4 millones de efectivos, así como los millones de civiles y milicianos japoneses adiestrados para la protección de su patria.
Otros historiadores argumentan la tesis, que lo que realmente indujo a Truman a refrendar la Orden, es la argumentación hecha por la complicidad de un asesor, ante la hipotética respuesta del pueblo americano con vistas a las próximas elecciones presidenciales, cuando convenientemente se le informara, que con este tipo de armamento, tenía en sus manos métodos convencionales que frustrarían cualquier intento de ocupación militar de Japón.
Pero, retrocediendo en el tiempo, recapitulemos el ataque japonés en la estación naval de ‘Pearl Harbor’ (7-XII-1941), que acabó incrustándose crónicamente en las mentes de los estadounidenses como una afrenta. Con lo cual, a raíz de la Orden Ejecutiva del Presidente Truman y tientos logísticos, se seleccionaron localidades niponas pobladas, al objeto de ser los blancos perfectos para las bombas atómicas.
A juicio de los observadores, las detonaciones tenían que ocasionar tal devastación, que abrumara al Emperador y a la clase militar para claudicar en su afán ambicioso de supremacía ante las fuerzas aliadas: el grado de desintegración físico y las pérdidas humanas serían tales, que catapultaría al Imperio del Sol Naciente.
A su vez, con la decisión tomada de arrojar la bomba atómica sobre Japón, la URSS apostó por ocupar Manchuria (9-VIII-1945/20-VIII-1945) con la ‘Operación Tormenta de Agosto’, cumpliendo el compromiso dado a sus socios de arremeter contra el país nipón, en los tres meses consecutivos a la resignación nazi en Europa.
En escasamente dos meses, las fuerzas japonesas en Manchuria, al Noreste de China, acomodadas por un millón de incondicionales, fue literalmente desbaratada de arriba abajo. Aquel 18 de agosto, el ejército Rojo alcanzaba el paralelo 38 de la Península de Corea, lo que actualmente es la línea que separa a ambas Repúblicas Democráticas de Corea del Norte y Corea del Sur.
Sin embargo, las dos mechas que enardecieron la Segunda Guerra Mundial recayeron: primero, en el tablero geoestratégico europeo, con la incursión germánica a Polonia en 1939; y, segundo, en el entorno del Pacífico, anteriormente mencionado, con el episodio de ‘Pearl Harbor’.
Amén, que si estos dos destellos inclinaron la balanza para la guerra a escala internacional, el fondo de la disputa habría que contonearla con anterioridad. Me explico: ya, desde el período de 1920, en Alemania estaban apuntalándose fuertes sentimientos patrios contra las condiciones aplicadas por las potencias aliadas provenientes de la Gran Guerra.
Estas observancias implicaban importantes sanciones económicas de compensación y la permuta de límites fronterizos, que, a grandes rasgos, cuantiosamente menoscabaron a Alemania y a los imperios ruso y austrohúngaro con detrimentos geográficos, sin inmiscuir, las colonias en África vinculadas a los alemanes.
Italia, que había quedado entre los actores triunfadores de los aliados en la Gran Guerra, por la circunstancia de ser uno de los últimos en asentar su unificación nacional, la hizo situarse al final de la fila en el proceso de adjudicación de los espacios de dominio.
En esta situación indecisa, la corriente impulsada por Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945) sobre el retorno de la gloria del ‘Viejo Imperio Romano’, le encaminaría al establecimiento de colonias en el continente africano; a la vez, que inoculaba el fascismo como la tendencia autoritaria.
En tanto, que, en Alemania, se engendraban sentimientos afines a la hegemonía movida por el nazismo, donde el condimento racial anti judío y anti comunista, auspiciaban la teoría de la superioridad racial aria, con el papel preponderante que le incumbía jugar en un nuevo orden mundial.
Y, como colofón a este entresijo de fuerzas concéntricas, en Asia, las milicias japoneses demandaban partes proporcionales en la verificación de los mercados asiáticos; indudablemente, la supervisión de Manchuria, como los territorios europeos en el continente oriental y la estampa pedante americana en el Pacífico, principalmente, en Hawai y Filipinas, entorpecían el plan nipón de vigilancia de este contorno.
Está claro, que en los tres teatros operacionales, el común denominador es la pérdida de las fronteras, valga la redundancia, entre el capital corporativo y el control por los mismos de las esferas dominantes del capital económico y del aparato estatal del Estado. Incuestionablemente, comenzaba a vislumbrarse la preeminencia racial junto a la doctrina militar anti democrática y anti comunista, que aceleradamente instauraron los cimientos para un eje conocido como Roma-Berlín-Tokio.
A partir de aquí, se extendería como la pólvora la alianza para enfrentarse a una nueva redistribución en círculos de influencia a las potencias aliadas tradicionales, ganadoras en la contienda de 1914-1918.
De manera encadenada, afloraron armas inconcebibles a las que le siguieron estrategias inéditas, con otros métodos para hacer la guerra, junto a la tipificación del comunismo puro y duro, como uno de los empeños prioritarios de los paladines, en los que España con el levantamiento nacional contra el orden constitucional decretado por la República, a los ojos de todos, se transfiguraría en campo de ensayos y experimentos.
En la confabulación de las denominadas democracias occidentales aliadas, España, se empobrecía y desangraba en un laberinto que engulló a de más de un millón de españoles. En conclusión: el derrotero de Japón y la demostración nuclear de EEUU., persistiría cuatro años, porque en 1949, la Unión Soviética quebrantaría la prerrogativa impuesta por los americanos en la tecnología atómica.
¡Otra conflagración se atisbaba en el horizonte!: la Guerra Fría (1947-1991).
Consecuentemente, en momentos coyunturales como los que vivimos, el cosmos se agita violentamente hacia la instauración de otros mecanismos económicos y políticos sumidos en la crisis sanitaria del COVID-19; hoy, setenta y cinco años más tarde de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, quedaría por hacer una breve reflexión sobre los presuntos riesgos que entrañarían otro conflicto de estas proporciones.
La generación innovadora de un sinfín de armamentos, la alta potencialidad de destrucción masiva y la degradación del ser humano hasta cotas insospechadas, trazan un futuro incierto y borroso, pero, que inimaginablemente ha quedado rezagado y nada tiene que ver, ante otro enemigo singular que se desenvuelve como pez en el agua, en un escenario inexplorado, por el espectro de posibles mutaciones y la capacidad patogénica y virulenta que letalmente imprime el SARS-CoV-2.
¡Este es el mundo de hoy!
*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 13/V/2020 – Imágenes: National Geographic de fecha 10/V/2020