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José de Nazaret, esposo de María y padre virginal de Jesús

Entre finales del siglo I a. C., y mediados del siglo I d. C., Dios decidió instituir la Sagrada Familia de Nazaret, designando a José junto a María, para que fuese el protector y custodio de su Hijo. Su ejemplaridad brillaba antes de los desposorios, porque era un elegido y desde el principio, aceptó la gracia de discernir los mandatos del Señor.

José, no era hombre de articular muchas palabras, más bien, aquel que cumplió el designio divino del profeta antiguo: “sean pocas tus palabras”. Su vida tan sencilla como humilde se entretejieron con el silencio integral, conservando su ser para canalizar en la obediencia el Plan salvífico de Dios.

Justo y piadoso, el proceder de José nos enseña a orar, amar y sufrir, desenvolviéndose dignamente y dando gloria a Dios ante todas las cosas. Porque, con su aportación, se haría posible el camino trazado en la Historia de la Salvación. Otorgándosele, la gentileza especial por su particular disposición, en la misión extraordinaria que Dios le encomendó.

Miles de años después, se ha intentado precisar las virtudes de José, sobre todo, aquellas que adquirieron su punto referencial en la vida oculta o en la virginidad, a las que le siguieron la pobreza, la entereza, el discernimiento o la austeridad; o la simplicidad y la confianza en Dios y la más perfecta humanidad. Defendiendo con inmenso amor y entrega los talentos que se le confiaron, con una honestidad propia al valor intrínseco del tesoro puesto en sus manos.

Pero, sobre todo, José se cultivó ante Jesús en la función y derechos que le atañen como padre y, consiguientemente, se ejercitó en las ocupaciones de esposo con María. Como quiera que fuere, uno y otro de los desempeños, se consignan en el Santo Evangelio de San Lucas 2, 48.

Así, al hallar al Niño perdido en el Templo de Jerusalén tres días después, el pasaje de la Biblia de Jerusalén dice literalmente: “Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su madre le dijo: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. María nombra solemnemente a José, otorgándole el título de padre, prueba irrefutable; porque contemplaba en su esposo el fiel reflejo y representación de su Padre celestial.

Ya, en su convivir conyugal con María, José supo atinarse con convicción y esperanza en Dios, tanto en las alegrías como en los padecimientos, producto de las vicisitudes de la vida cotidiana. Y es que, en la tarea primorosa encomendada concurriría un corazón contrito y humillado, capaz de donarse a Dios como hijo y a la Madre de Dios como esposo; tomando bajo su protección a la Iglesia de la que Jesús es cabeza visible y María la Madre que nos conforta.

Con estas connotaciones preliminares, nos aproximamos a la figura de José, que se entregó a Jesús ofreciéndole lo mejor de sí. Custodiándolo como le había sido encomendado y transfiriéndole con pasión su oficio de artesano.

Era incuestionable, que los vecinos de Nazaret hablaran de Jesús, llamándoles indistintamente ‘faber’ e ‘fabri filius’, ‘artesano’ e ‘hijo del artesano’. Porque, Jesús se formó en el taller de José y junto a José. Debiendo parecerse en las formas de tratar la madera o en los aires de su carácter, o en el modo de conversar. O tal vez, en su espíritu de reflexión o en el rito de sentarse a la mesa y partir el pan, o en su deleite por enseñar la doctrina. Luego, José aprendió a compenetrarse de manera divina, constatándose su fidelidad a la Torá como patrimonio identitario del pueblo judío.

José de Nazaret o Joseph, en su transcripción arcaica al español utilizada hasta los comienzos del siglo XIX, es un nombre de procedencia hebrea que proviene de ‘yosef’ o ‘añada’, del verbo ‘lehosif’ o ‘añadir’. El esclarecimiento de su acepción se aprecia en el Libro del Génesis.

El Santo Evangelio de San Mateo indica que Jesús era hijo del artesano; análogamente, San Marcos afirma que a Jesús lo relacionaban con esta actividad: “¿No es éste el artesano?”. No obstante, la terminología griega empleada en ambos casos, taxativamente, no concierne a carpintero, sino más bien, a artesano y obrero, aunque a menudo se mencione a José como carpintero.

Las principales fuentes biográficas que conducen a la vida de José, forman parte de los primeros capítulos del Santo Evangelio de San Lucas y San Mateo, respectivamente, como únicos antecedentes irrefutables por ser parte de la Revelación.

En el Evangelio de San Lucas, José era hijo de Elí, de suponer que nació en la localidad de Belén, Ciudad de David del que era descendiente. Momentos antes de la Anunciación, residía en Nazaret. En cambio, San Mateo concreta que procedía de la estirpe de Jacob. De condición humilde, se desconoce con precisión la fecha del fallecimiento de José, admitiéndose que ocurrió en Nazaret de Galilea cuando Jesús contaba con más de doce años y aún no había comenzado su peregrinar evangelizador.

Como es sabido, José, no era padre natural de Jesús, porque fue engendrado en el vientre virginal de María por obra del Espíritu Santo; pero, éste lo acogió y Jesús se sometió a él como un hijo obediente lo hace con su progenitor. ¡Cuánto influenció José en el progreso humano del Niño Jesús! ¡Qué nexo de unión prevaleció en su intachable matrimonio con María!.

Más tarde, José se distinguió como el ‘Santo del silencio’, confirmándose la grandeza de su amor sin límites, fusionado a las numerosas obras e indicios de fe y la tutela como patriarca comprometido en la dicha de su cónyuge e hijo.

José, Santo con anterioridad a los desposorios, estaba consagrado a percatarse de las consignas del Señor, encargándosele la inconmensurable responsabilidad y la vez privilegio, de ser el compañero de la Virgen María y garante de la Sagrada Familia.

Las señas de identidad de José se reflejan documentalmente en los evangelios de San Juan y San Lucas, como Nuestro Señor Jesucristo es “hijo de José” y en San Mateo, como “hijo del carpintero”.

Era José un artesano como uno de tantos hombres de su época, atareado en la aplicación diaria de su profesión y tras concluir la jornada, nuevamente se reencontraba en su morada en la que reponía energías y así emprendía un nuevo día. Ciertamente, José pasaba desapercibido en su trajinar cotidiano, pero, Dios le fio hacer cosas grandes. Aprendiendo a sostenerse en todos y cada uno de los hechos que se concatenaron en su existencia.

Por eso, las escrituras lo enaltecen, ratificando que José era justo. Y, en la expresión hebrea, valga la redundancia, justo significa “piadoso, servidor irreprochable de Dios y cumplidor de la voluntad divina”. O, lo que es igual, el justo es quien ama a Dios y manifiesta ese amor desprendido, observando cada mañana los mandamientos y encauzando su hálito de vida al servicio del prójimo.

Hoy por hoy, José es contemplado y considerado por diversos Padres y Doctores de la Iglesia, figurando como un componente de estudio en la rama teológica de la josefología, que analiza su protagonismo en la Historia de la Salvación y el legado que dejó en la fe cristiana. Manteniéndose, que José subió al cielo en cuerpo y alma; incluso, algunos afirman que era inmaculado desde el instante de su concepción. En la correlación esposal de José y María, disponemos de un claro modelo para todo matrimonio. Educándonos, que la fundamentación de la alianza nupcial está en ese amor que es santificado. Para los contrayentes, la unión de cuerpos es la declaración de ese amor y, por ende, un don de Dios.

Puesto que, la virginidad de José y María es una donación total a Dios, jamás es un vacío, porque abre los vasos comunicantes del amor en lo más puro y excelso. Dios, persistentemente ocupaba estos corazones que ellos compartían entre sí, abrazando las primicias del amor.

Por lo general, en el período histórico referido, los individuos se desposaban muy jóvenes y, probablemente, José tendría de 18 a 20 años de edad cuando se desposó con María que posiblemente alcanzaría los 14 años. Cuando ésta se dispuso como esposa, como revelan las costumbres de ese tiempo, no podían permanecer juntos, por lo que ella continuaba en el hogar materno y recibía las visitas de José.

Muy pronto, la fe de José tendría que ser probada en el crisol con la inexplicable maternidad de María. No percatándose del misterio de la Encarnación y, mucho menos, exponerla al abandono con el pertinente castigo de la lapidación. José, pensó aislarse con lo que se le vino encima, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueño.

Poco después de la ceremonia, José supo de la gestación de María y aunque no desconfiaba de su rectitud, caviló repudiarla en lo oculto.

Como reseña el Santo Evangelio, siendo ‘hombre justo’, el apelativo adoptado en esta conmovedora realidad, es como el resplandor portentoso que inspira a la figura del santo, no queriendo albergar sospechas, pero, tampoco, garantizar con su estancia un suceso incomprensible. El mensaje del enviado, corrobora la disyuntiva indecisa de José.

Quién mejor refrenda este momento sobrenatural es San Mateo en su capítulo 1, versículos 19-20, 24: “Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer”.

Posteriormente, surgiría uno de los instantes más dificultosos para José y, sobre todo, para María, por su avanzado estado de preñez, al tener que marchar a Belén para censarse como lo había determinado Cesar Augusto (63 a. C.-14 d. C.).

Ante esta adversidad compleja de la que José humanamente se interpelaría, tomó consigo a su esposa y se encaminó a Belén, simultáneamente, signo y profecía. Un sitio augurado para acoger el mayor de los acontecimientos del mundo, al que ahora estaban prestos a la voluntad de Dios, aferrándose humildemente a la falta de un alojamiento para pernoctar, ante la inminencia de las horas decisivas del parto.

Definitivamente, obtuvieron amparo en un establo donde María dio a luz a un Niño, llamado a ser ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’. José, cuidaba de ambos con cariño y generosidad; cuál sería su admiración con la irrupción de la corte celestial y aquellos pastores, y en breve, la proclamación de fe de los magos de Oriente.

Inmediatamente, la Buena Nueva no tardaría en extenderse a los rincones de la Tierra, cuando al llegar a Herodes I el Grande (73-4 a. C.), rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea, temeroso de las predicciones que le habían vaticinado, decretó matar a cualesquiera de los recién nacidos en las inmediaciones de la comarca.

En el Santo Evangelio de San Mateo 2, 13-15, se nos desvela una vez más, como José, atendió con honestidad la Palabra de Dios que por medio del Ángel le indicó: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle. Él se levantó, tomo de noche al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo”.

De lo que se desprende, que José, María y el Niño hubieron de experimentar el duro exilio de Egipto, constituyendo importantes inconvenientes, con el añadido de ser forasteros y no conocer el idioma; además, de no disponer del apoyo de algún pariente y ser víctimas de prejuicios para encontrar algún empleo.

De la espontaneidad y modestia de José, surcaríamos a su grandiosidad, porque, por amor en mayúsculas, asumió, sin requerir nada a cambio, lo que estaría por venir.

Prosiguiendo con San Mateo 2, 19-23, “muerto Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño. Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado Nazoreo”.

Es así, como la Sagrada Familia retornó a la Ciudad de Nazaret, donde Dios proyectó que sublimase la humildad. Pudiéndose ratificar, que José no era padre adoptivo en sentido estricto, pues no hubo ninguna adopción o negocio jurídico semejante a ello. Sin embargo, había sido el hombre que como proclama la tradición cristiana, Dios escogió para configurar la imagen paterna de Jesús. Definiéndose a José, por tolerar el rol comprensivo de tutor, otorgando un trato de respeto y favor a María y sirviendo de guía magistral a Jesús.

Sin duda, estos rasgos definitorios integran el porte cardinal de José, convirtiéndole en uno de los emblemas centrales del catolicismo.

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Desde el siglo XIII al XV, muchos escritores franciscanos comenzaron a proponer que José de Nazaret reproducía el paradigma de probidad, sumisión, pobreza y mansedumbre. Por ello, gozaron de la felicidad en ser los primeros en celebrar la festividad de los desposorios de la Virgen con San José. Toda vez, que en el siglo XVI, Santa Teresa de Ávila (1515-1582) daría el empuje decisivo a la devoción de San José, consolidándolo en la reforma carmelita hasta situarlo en 1621 como patrono y celebrar en el Tercer Domingo de Pascua de 1689, su Patronato.

Durante el pontificado del Papa Sixto IV (1414-1484), San José se incorporó en el Calendario Romano instituyéndose en el día 19 de marzo. A partir de aquí, su recogimiento continuó aumentando en popularidad. Tal es así, que en 1621 el Papa Gregorio XV (1554-1623) lo realzó como fiesta de precepto; mientras, que en 1726, el Papa Benedicto XIII (1328-1423) incluyó a José en la Letanía de los Santos.

En 1870, el Papa Pío IX o Pío Nono (1792-1878) lo proclamó Patrono de la Iglesia Universal. Más adelante, en 1889, el Papa León XIII (1810-1903) editó la Encíclica Quamquam Pluries, acerca de San José y el 15 de agosto de 1989, al conmemorarse su centenario, el Papa Juan Pablo II (1920-2005) le concedió la Exhortación Apostólica Redemptoris Custos. No soslayándose, que esta exhortación es apreciada como la Carta Magna de la teología de San José.

Esta dedicación expandiéndose por doquier, lo hizo especialmente en el Reino de España, enraizándose entre los obreros en las postrimerías del siglo XIX; así, en 1955, por decisión del Papa Pío XII (1876-1958) que aguardaba atribuir connotación cristiana al Día Internacional de los trabajadores, San José, con su encomiable labor, es distinguido como Patrono del trabajo, fundamentalmente, de los obreros.

Y, por si fuera poco, con ocasión de la misa de inauguración papal, formalmente misa del inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma, el Papa Francisco (1936-83 años) mencionó en su homilía, los alcances de la custodia que en la Iglesia católica se dedica a San José. Declarándose Patrono de la familia y por antonomasia, Patrono de la buena muerte, al interpretarse que entregó su alma en los brazos de Jesús y María.

No podría obviarse de este pasaje los numerosos autores cristianos, varios de ellos Doctores de la Iglesia, que describieron sagradamente la presencia de San José; entre algunos, Eusebio Hierónimo, conocido como San Jerónimo (347-420 d. C.); San Juan Crisóstomo, consabido como Juan de Antioquía (347-407 d. C.); San Agustín de Hipona (354-430 d. C.); o San Alfonso María de Ligorio (1696-1787).

Tómese como muestra a San Alfonso María de Ligorio que concretamente menciona: “¿Cuánto no es también de creer aumentarse la santidad de José, el trato familiar que tuvo con Jesucristo en el tiempo que vivieron juntos?”. Sobraría comentar, que José, fue el mejor amigo y condiscípulo de Jesús en los menesteres habituales, con quién conversaba e imploraba en la oración.

Consecuentemente, José, por designio divino de Dios, abrió sus oídos a las palabras de Vida Eterna de Jesús, percibiendo la suma impecable de sencillez, paciencia y docilidad; aceptando el auxilio complaciente de su Hijo en los cometidos y responsabilidades.

Por todo esto y más, que realmente es imposible plasmar en estas páginas, José en compañía de Jesús y María, prosperó tanto en méritos como en santificación; y Dios, no quedando impasible ante tanta entrega, lo tomó por abogado y señor, encomendándole la misión que haría cambiar la Historia de la Humanidad.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 23/XII/2019

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