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Operación Balmis, el frontispicio de la ayuda humanitaria

Durante siglos, sucesivas epidemias demolieron la población mundial, extendiéndose mortalmente y de las que muchos rostros quedaron picados y miles de casos con ceguera. La viruela desatada por el ‘ortopoxvirus variola’, apareció en el Nordeste africano en torno al año 10.000 a. C.

Sin ir más lejos, en el Reino Hispano causó el fallecimiento de Su Majestad el Rey Don Luís I (1707-1724), uno de los monarcas más efímeros de la Historia de España, en el más devastador de los azotes acontecidos en el siglo XVIII. Así, a los siete meses de haber ascendido al trono y con tan solo diecisiete años recién cumplidos, no pudo hacer frente a esta infección.

Progresivamente, la viruela se configuró como uno de los tormentos más destructores que jamás habían existido en la Humanidad, perturbando dramáticamente el trazado de la raza humana, e incluso, conllevando a la decadencia de civilizaciones enteras. Al mismo tiempo, que aniquilaba a millones de personas, comenzaría a marcar un antes y un después en la incapacidad del ser humano por superarla.

A finales de la centuria inicialmente mencionada, la viruela era considerada un padecimiento con importantes factores sociales, acarreando elevadas sumas de morbi-mortalidad y adquiriendo una resonancia significativa al ocasionar enormes pérdidas en las colonias españolas americanas; fundamentalmente, entre la muchedumbre indígena, pudiéndola catalogar como la mano de obra inyectora para la buena marcha de las actividades económicas del Imperio.

Adelantándome a lo que seguidamente expondré, el descubrimiento de una vacuna que contrarrestase esta adversidad, no sería suficiente para su erradicación, ya que era imprescindible la puesta en escena de un plan ambicioso y el liderazgo de un alma en particular. Ya, en el año 1796, la vacuna para suprimir la pandemia se había desarrollado por don Edward Jenner (1749-1823), como el recurso capaz de contener la transmisión que, por doquier, se propagaba velozmente.

Sucintamente, este médico rural inoculó a un niño sano de 8 años líquido proveniente de una vesícula, que, por entonces, tenía una granjera en uno de los dedos, como consecuencia de la enfermedad adquirida del ganado vacuno mientras ordeñaba. Entretanto, al cabo de unos días, al menor le apareció una leve patología con la formación de una vesícula en los puntos de inoculación, pero, con la salvedad, que ésta le desapareció sin inconvenientes.

De esta manera, el pequeño quedó preservado del contagio.

Acto seguido, se averiguó que la vacuna podía transferirse de una persona a otra sin dañar sus propiedades, lo que facilitó a la ciencia médica su primer instrumento efectivo en esta lucha sin cuartel.

Cabe destacar, que para evadir la muerte por viruela, se inoculaba a quién procediese estando sano en el pus de un infectado. Si todo marchaba normal, la dolencia se vencía benignamente y desde ese momento quedaba inmunizado; pero, a todos los efectos, daba la sensación de ser una ruleta que inducía a la defunción del inoculado.

Lo cierto es, que la averiguación de Jenner incitó un debate científico y ético sobre el beneficio de la vacunación. Entre sus contendientes se hallaba una parte del clero inglés, que no titubeó en acreditarla de quimera diabólica. Por otro lado, don Francisco Javier de Balmis y Berenguer (1753-1819), médico y cirujano de la Corte de Su Majestad el Rey Don Carlos IV (1748-1819), desde el primer instante dio su visto bueno a la novedosa aplicación.

El Monarca muy sensibilizado por la pérdida fatídica de su hija por esta misma afección, la Infanta Doña María Teresa (1791-1794), habría de añadírsele los trastornos que periódicamente provocaba la viruela en los espacios de Ultramar de la Corona.

Ejemplo de ello, es lo acaecido en Lima y Bogotá en 1803, con un rebrote que llevó a la desolación en el número de desapariciones. Circunstancia extraordinaria por el peso de los hechos, que Don Carlos IV no tardó en pronunciarse, al apoyar sin fisuras el método de la vacunación.

De ello se desprende, que en septiembre de 1803, se decretase un edicto destinado a los funcionarios de la Casa Real, en el que S.M. insistía en el respaldo incondicional al Dr. Balmis, de reconocido prestigio y amplia trayectoria en misiones exteriores, para vacunar a la mayor cantidad de gentes; además, de la instrucción de los médicos locales para que aprendieran a utilizarla, enseñándoles a confeccionar en dichos territorios la vacuna antivariólica y coordinar Juntas Municipales, que conformaran una base de datos del personal inyectado y la conservación del suero para las futuras vacunaciones.

E incluso, el Rey estaba presto a costear la expedición en su integridad.

El 29 de julio de 1803, don José Antonio Caballero y Herrera (1754-1821), Ministro de Gracia y Justicia, comunicaba a las principales autoridades de Hispanoamérica y Filipinas la Real Orden publicada en la Gaceta de Madrid.

Un fragmento íntegro de la Real Orden dice literalmente: “Deseando el Rey ocurrir a los estragos que causan en sus dominios de Indias las epidemias frecuentes de viruelas, y proporcionar a aquellos sus amados vasallos los auxilios que dicta la humanidad y el bien de estado, se ha servido resolver que se propague a ambas Américas, y si fuera posible a Filipinas (…) el precioso descubrimiento de la vacuna, acreditado como un preservativo de las viruelas naturales”.

Vinculado a una descendencia de cirujanos, Balmis, había concurrido en 1780 en el ‘Sitio de Gibraltar’ (24/IV/1779-7/II/1783) como médico castrense, habiendo cooperado codo a codo durante más de una década en diversos hospitales de América, donde el recuerdo de su memoria y la minuciosidad de su encomiable labor, permanece viva, como al final de este pasaje fundamentaré, porque, la notabilidad en la proyección profesional le llevarían a ser designado Cirujano Consultor Honorario de los Reales Ejércitos, Físico Honorario de Cámara de S.M. el Rey y Miembro de la Real Academia Médica de Madrid.

A este ilustre militar, le debemos la traducción del primer libro de vacunaciones editado en España, perteneciente a don Jacques-Louis Moreau de la Sarthe (1771-1826); me refiero al ‘Tratado histórico y práctico de la vacuna’, que refunde el inicio y las deducciones de las investigaciones y ensayos, con una averiguación imparcial de sus ventajas y las contradicciones advertidas, en lo que atañe a la práctica del nuevo modo de inocular; así como numerosas disertaciones sobre el procedimiento de la sífilis a partir de la begonia y el agave, traídos del Nuevo Mundo.

Por ende, trasegar la vacuna de la viruela al otro lado de los mares, conjeturaba un desafío en toda regla hasta ahora inexplorado. Sin medios apropiados de preservación ni refrigeración, parecía inviable garantizar la conservación de la infectividad del virus.

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En las postrimerías de 1803, la Junta de Cirujanos de Cámara ratificó la ruta para administrar acuciosamente la vacuna y apuntalar el probable esparcimiento en los cuatro Virreinatos de América: Nueva España, Perú, Río de la Plata y Nueva Granada; e igualmente, en las provincias de Yucatán y Caracas, sin obviar, las Islas Antillas.

El esperanzador proyecto otorgaba el manejo de una cadena humana constituida por niños sanos que, gradualmente, serían inoculados con el virus obtenido de las pústulas de los inyectados la semana primera. Así de sencillo, pero tan complejo, era como se aspiraba atesorar el fluido precioso en la naturaleza de los pequeños.

Para afianzar el logro del plan, a Balmis se le concedió un presupuesto de 200 doblones y la María Pita, una corbeta mercante de 200 toneladas, con tres palos y velas cuadradas al mando del Capitán de los Correos Marítimos y Teniente de Fragata de la Real Armada don Pedro del Barco y España (1746-1818), que habría de trasladarle desde La Coruña hasta tierras americanas.

La nave se abasteció con lienzo para las vacunaciones, aparte de 2.000 pares de vidrios, barómetros, termómetros y ejemplares de la obra de Moreau de la Sarthe, que se utilizaron como manual para la divulgación del ejercicio de la vacunación. Mismamente, hubo de registrar la refundición de las servidumbres en seis volúmenes, que sirvieron para la posteridad como testimonio de su menester.

La trascendencia de esta iniciativa, no residió en exclusiva por ser la inaugural en plantear la vacunación en masa, sino en la magnitud geomorfológica y demográfica.

La tripulación la compusieron treinta y siete miembros, de los cuales, veintidós, eran niños llegados de tres orfanatos: seis de la ‘Casa de Desamparados’ en Madrid; otros once del ‘Hospital de la Caridad’ en La Coruña y, por último, cinco de Santiago.

A cada uno se le entregó un hatillo que incluía dos pares de zapatos, seis camisas, un sombrero, tres pantalones con sus concernientes chaquetas de lienzo y otro pantalón  de paño para los días más frescos.

Análogamente, para la higiene individual: tres pañuelos para el cuello y otros tres para la nariz y un peine; para alimentarse, un vaso, un plato y un juego completo de cubiertos.

Las normas de la Real Expedición regulaban cuestiones como la atención que los menores debían recibir: “(…) Serán bien tratados, mantenidos y educados, hasta que tengan ocupación o destino con que vivir, conforme a su clase y devueltos a los pueblos de su naturaleza, los que se hubiesen sacado con esa condición”.

Proveída y equipada la ‘Real Expedición Filantrópica de la vacuna’, como a posteriori se inmortalizó, partió el 30 de noviembre de 1803 con el beneplácito moral y económico de Don Carlos IV, poniéndose en evidencia el noble propósito de surcar el Océano Atlántico y más adelante cruzar el Pacífico, con una carga extremadamente valiosa para la salud de las colonias. En su primera escala, las Islas Canarias, cientos de personas obtuvieron la vacuna directamente de dos de los niños a bordo.

Por fin, el 9 de febrero de 1804, la María Pita divisó Puerto Rico; no sospechándose la fría acogida que les aguardaba. Y es que, los representantes locales ya habían recibido la vacuna de manos de la colonia danesa de Santo Tomás, propagándola entre los habitantes. En esta tesitura, Balmis, dispuso no perder el más mínimo tiempo y marchar rumbo a Puerto Cabello y La Guayra, en Venezuela, una de las paradas cardinales del periplo.

Nada más pisar el país, los integrantes de la expedición no tardarían en ser elogiados por el gentío con aplausos, aportando la vacuna a miles de vidas, tanto en aldeas como centros masificados; inmediatamente, dispusieron dos grupos para avanzar en la maniobra: el primero, guiado por Balmis, barrería el resto de Venezuela y Cuba, para sin dilación, bifurcar a México, una población en el que había ejercido años atrás y en el que era muy apreciado.

Los otros expedicionarios, estuvieron bajo la tutela del médico, cirujano y militar en calidad de Subdirector, don José Salvany y Lleopart (1777-1810), supervisando Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Bolivia y comisionando la vacuna a Portobelo y Panamá. Sirva como reconocimiento al sacrificio de este hombre, que en 1810, tras superar un naufragio camino de Cartagena de Indias y resistir seis años de enfermedad y adversidades, Salvany moriría en la localidad de Cochabamba, en Bolivia. Pero, más que las inclemencias atmosféricas o las rutas abruptas, incidirían las evasivas que ponían a prueba la resiliencia de estos hombres siempre decididos y osados.

Una vez más, pero ahora en Lima, se toparon con el rehúso de los facultativos locales, habiendo amasado un pequeño capital al negociar con la vacuna. En otras zonas, los concurrentes no alcanzaban a comprender cómo podían deshacerse de la viruela al tenerla como aflicción.

De hecho, numerosos indígenas vivían en el desconocimiento de la realidad, recelosos que los hispanos acabarían transmitiéndoles la infección.

A este tenor, de nada importó explicar que en las poblaciones contrariadas a ser vacunadas, los brotes de viruela adquirirían resultados demoledores, avivándose con más malignidad. Siendo inevitable la confusión de imaginar que en la vacunación, la sífilis y otros padecimientos del momento, se traspasasen de persona a persona.

Es más, se solicitaba que la vacunación se obrase sin más, de un ternero.  

Del mismo modo, en esta materia subsistieron demasiadas susceptibilidades, ya que en algunas esferas se opinaba que aquello entreveía una promiscuidad indeseable con los animales. Inexcusablemente, para eludir los entredichos, en Santa Fe, el Virrey junto a su familia, se inocularon los primeros para romper con los prejuicios.

Pese a los ingentes obstáculos, en Nueva Granada y Colombia se vacunaron 56.000 individuos. Poco más o menos, unos 23.000 en Perú y más de 7.000 en la Ciudad de Cuenca, Ecuador. Una vez se había consumado el itinerario vaticinado por América, Balmis embarcó en Acapulco en dirección a Filipinas.

El 15 de abril de 1805, un difícil trecho de 67 días entorpecería sus pretensiones, cuando no debía de haberse alargado más de 50; a pesar de ello, un navío con algunos niños mexicanos ancló en Manila con la cura para la viruela en su organismo. La escasez de colaboración de los delegados no imposibilitó que Balmis y sus acompañantes desempeñaran su tarea en el archipiélago asiático. En seguida, los portugueses de Macao y los ingleses de Cantón socorrieron al denodado cirujano.

En la Isla de Santa Elena, haciendo un alto en junio de 1806, se ridiculizó su afán materializado; aun así, consiguió introducir la vacuna. Subsiguientemente, llegó a Lisboa y pasó por Goa, el Sur de China y Japón antes de regresar a España, donde detalladamente rendiría cuentas al Monarca del colosal desplazamiento.

Sirva como anécdota de esta narración, que en el siglo XVIII, por vez primera, los médicos y cirujanos lucieron el atuendo militar dentro del Ejército, aunque no tenían empleo, indudablemente, Balmis estaba entre ellos.

Consecuentemente, lo aquí relatado por quienes expusieron sus vidas valerosamente, se estima como la primera incursión sanitaria internacional de la Historia Universal, desmenuzada en la Expedición Conjunta (30/XI/1803-08/V/1804); la Expedición de Balmis (08/V/1804-04/IX/1806) y, por último, la Expedición de Salvany (08/V/1804-21/VII/180). Concibiéndose globalmente como una caravana infantil, amén de ser los eslabones necesarios en el encadenamiento de la transmisión para transportar la vacuna y prevenir la epidemia vírica.

Obteniendo como fruto, una de las odiseas más impertérritas que conjuntamente autografiaron a la medicina y la ciencia, dispensando a miles de personas, niños y adultos y en parajes recónditos e insospechados; hasta salvaguardar contra viento y marea la vacunación que cuantitativamente menguó la plaga.

Con lo cristalizado, se garantizó la viabilidad del virus fusionado en el fluido pustuloso y como derivación, el potencial para causar una respuesta inmunológica.

No soslayándose, que Balmis inyectó la vacuna en los niños para extraer la cepa. Su trabajo escrupuloso adquiere valor, pero, no tanto por legarla, sino porque se donó encarecidamente en cuerpo y alma para iniciarla y popularizarla. Asimismo, los más pequeños referidos en este acontecimiento, paradigma pionero en los anales de la enfermería pediátrica española, a la vez de ser héroes, S.M. el Rey Don Carlos IV, tuvo a bien designarlos ‘Hijos beneméritos de la Patria’.

Jenner, el hacedor de la vacuna subrayó de puño y letra con respeto a Balmis: “No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y amplio que este”.

Dos siglos después, los expertos en inmunología y virología se resisten en postergar una de las más magnas hazañas implementada por uno de sus discípulos, Balmis, un referente para la gran familia médica que se brindó en recuperar vidas en los rincones más inescrutables de la Tierra.

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Hoy, doscientos diecisiete años más tarde, ante el horizonte de abatimiento que soporta España por la emergencia de salud pública derivadas del COVID-19, el mecanismo accionado por el Ministerio de Defensa para tratar de paralizar la propagación de la pandemia, el Estado Mayor de la Defensa lo ha bautizado ‘Operación Balmis’, en honor y tributo al convoy humanitario con niños vacuníferos liderado por el Dr. Balmis, como director al que le acompañó: don Manuel Julián Grajales y don Antonio Gutiérrez Robredo, como cirujanos en calidad de ayudantes; don Francisco Pastor Balmis y don Rafael Lozano Pérez, como practicantes; don Basilio Bolaños, don Pedro Ortega y don Antonio Pastor como enfermeros; y doña Isabel Zendal y Gómez, como rectora.

De esta forma inolvidable, consagrada, atrevida y de plena dedicación, se escribió la primera página en el frontispicio de la Ayuda Humanitaria.

Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 07/IV/2020. 

Ilustraciones extraídas de National Geographic de fecha 02/IV/2020, las breves reseñas insertadas en las imágenes iconográficas son obras del autor.

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