martes, abril 23, 2024

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Pentecostés y la misión universal bajo la acechanza del SARS-CoV-2

No es habitual referirse al Espíritu Santo y, tal vez, no hablaríamos de Él, si no se nos hubiese revelado. Pero, una vez manifiesto, se convierte en un componente irreemplazable y en un bien precioso que no tiene precio.

Posiblemente, pase desapercibido porque nos accionamos en una dimensión de la personalidad humana, que no nos resulta patente como el orden cognoscitivo y el operacional. La necesidad espiritual no es propia ni exclusiva de las personas que viven una experiencia religiosa, sino de todo ser que incluye la condición de vivir con sentido y en otras atenciones, como la paz interior, el silencio, el recogimiento o el contacto con la naturaleza.

Hoy, sumidos en el Luto Nacional de una España que llora a los que se nos ha marchado por el escenario epidemiológico del coronavirus, el acontecimiento del ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’, Jesucristo, posee unas coordenadas en el tiempo muy bien definidas. Es un hecho histórico sin precedentes que sucedió hace más de dos mil años y, como tal, es el anhelo futuro de quien aguarda la venida del ‘Mesías’.

El Espíritu Santo, que por activa y por pasiva redundará en este pasaje, es el que posibilita que Dios sea palpitante, ilimitado y eterno, haciendo que la Pascua sea sólida, actual e incansable en su maniobrar. Porque, antes de la Encarnación, el Espíritu ya era testigo en la obra de la Salvación, revoloteando sobre las aguas y dando fuerza, dinamicidad y vida a la creación. Es el Espíritu de Dios el que se desprende sobre el hombre cuando es creado y lo constituye a su imagen y semejanza.

El Espíritu de Dios puede ser reconocido en un sinnúmero de espacios donde existe el fuego, tales, como ‘la zarza ardiente’, la ‘columna de nube’ que preserva y conduce a los israelitas, o el ‘agua’ y el ‘viento’. Sin inmiscuirse, que el Espíritu Santo unge a los reyes, habla por los profetas y es el que establece y reúne al Pueblo de Dios como asamblea de la Alianza.

Pero, tampoco es menos, que el Espíritu Santo alcanzase parte de la abundancia, con su presencia y densidad, predisponiendo a la Virgen María para la aceptación del Verbo Divino, haciendo fecundo su vientre virginal y procrease al Verbo de Dios y a Jesús, el Cristo.

¡Sí!, este es el Espíritu Santo, el que dignifica a Jesús de Nazaret, orientándolo y trasladándolo al desierto y más tarde, a la Cruz. Jesucristo, mansamente se empapa del Espíritu obediencialmente y como Hijo predilecto, que ha recibido la totalidad de ese Espíritu. Su íntegra donación en el madero, es la mayor entrega del Espíritu al Padre.

En la resurrección, Jesús nos redimensiona con ese mismo Espíritu, derramándose sobre todo hombre. Con lo cual, nos proyecta a las coordenadas espacio-temporales del Jesús histórico y lo transforma en un Jesús trascendente: se cristaliza el hoy de Dios, mientras que el pasado queda salvado en la historia, augurando el futuro deseado.

De manera, que ahora es posible la vivencia de la fe y del encuentro íntimo con Cristo que no solo fue, sino que es. Pudiendo sentirnos próximos a Él e injertarnos con Cristo en el Sacramento del Bautismo. Mismamente, el Espíritu revitaliza los dones inculcados en el alma para reportar a la perfección las virtudes, haciendo a los fieles dóciles para proseguir con premura y amor en su actuar diario: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. En el Espíritu, nuestro futuro está dispuesto, no extendido a la finitud, sino integrándonos en el contexto personal y vivificante del Dios Trinidad.

De este impulso gravitatorio en torno al ‘yo’ del ‘hombre mundano’, saltan las chispas de los límites de la subjetividad, precisamente, es de la que nos rescata el Espíritu Santo, reportándonos al ‘nosotros’, porque permite que caminemos como ‘pueblo elegido’, ‘nación santa’ y ‘pueblo sacerdotal’. Pero, fundamentalmente, el Espíritu es el que instituye a la Iglesia que apunta al cielo, dándonos a degustar la ‘comunión de los Santos’ y la ‘comunión de lo Santo’.

Paralelamente, se imprimen dos tendencias armoniosas: la primera, entre Dios y “yo” y, la segunda, entre ‘nosotros’. El Espíritu Santo es el cordón umbilical que nos une a Dios. Erigiéndose desde el principio hasta nuestros días en el eje central de la ‘Historia de la Salvación’, que la alienta e induce al encuentro con Dios Padre por Cristo.

En otras palabras: un viento apasionado barre y se lleva consigo lo que apenas tiene resistencia, desde lo más insignificante hasta aquello que parece estar suficientemente afianzado. Es el soplo del Espíritu Santo, el que hoy precisamos para ser promovidos a obras positivas; como el amor recíproco, el respeto a los demás, el perdón o la concordia y la paz.

Por eso, rogamos a la tercera persona de la Santísima Trinidad, que nos promueva a la consolidación de la fe cristiana para contrarrestar las acometidas atractivas del pecado y de otras disyuntivas profanas que nos atenazan. Si acaso, atinarnos en otros itinerarios que confluyan a diálogos constructivos y depongan las inmundicias del orgullo, el engreimiento o la prepotencia.

Otro de los signos inconfundibles de la Solemnidad de Pentecostés nos remite a las lenguas de fuego. Este, quema y destruye, pero asimismo, es vida y expresión de amor. Inevitablemente, es el fuego lo que necesitamos en este momento, para que incinere las conductas viciadas y censurables, como la falsedad, el rencor, la infidelidad, la injusticia, los conflictos bélicos, la segregación, el racismo y tantísimas otras, que no cabrían a la hora de detallarlas.

En este estado de agudeza espiritual, el Espíritu Santo está presto a incendiarnos con el fuego del amor, para que amemos a nuestros enemigos; o quizás, elijamos dar la vida por los más pobres, indefensos o rechazados de la sociedad.

¡Hasta tal punto!, que carbonice los egocentrismos y nos conceda un amor universal.  

Recuérdese al respecto, que a pesar de las divergencias de idiomas, todas y todos, interpretaban lo que les transmitían los primeros discípulos. Había gentes que provenían de distintas latitudes, pero no hubo nadie, que quedase excluido de escuchar en su lengua las proezas memorables de Dios.

Esta es la acción imperecedera del Espíritu Santo en la Iglesia que es Católica, porque se da a degustar en todos los dialectos, hay unidad en lo esencial de la fe y en la praxis del cristianismo.

El empuje del Espíritu puesto en nuestro favor y del prójimo, nos impulsa a apreciar las formas y los recursos en que se nos declara. Y los que aún no hemos recibido esta gracia, debemos rogarle que nos convirtamos en lenguaje laborioso y en palabras perseverantes del amor de Dios.

La catolicidad de la Iglesia no sería resultante, si no se incorporara en las culturas que han concurrido a lo largo de los tiempos. Este es el Espíritu de Dios, el que contempla a Jesucristo como el Señor de vida e historia, no dejándose instigar por los caprichos, doctrinas o propuestas contraproducentes.

Con estos mimbres, en la festividad de Pentecostés damos por clausurados los cincuenta días pascuales, que contienen el suceso central de la fe: el triunfo de Cristo sobre la muerte, su resurrección y posterior ascensión al cielo. Haciéndonos partícipes de su victoria enviándonos el don del Espíritu Santo. Espíritu al que se nos ha enseñado a llamar el ‘Señor y dador de Vida’, porque irrumpe en la cotidianidad del hombre viejo, para regenerarlo y reconducirlo a la esperanza del hombre nuevo.

Para numerosas personas, el primer Pentecostés rememora el establecimiento de la Iglesia bajo la actuación del Espíritu. Con anterioridad a que Jesús dejase a sus apóstoles, le anunció que les enviaría el hálito del Espíritu Santo. A raíz de aquí, los elegidos se congregaron en Jerusalén y aguardaron expectantes su regreso.

Inesperadamente, el Espíritu se les presentó estando reunidos en la jornada de Pentecostés. Y seguidamente, se lanzaron a la predicación de la Buena Nueva, catequizando los portentos y prodigios del Señor…

Concluyentemente, ¡la Iglesia había despuntado!

He aquí varios versículos literales de la narración extraída de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-4, que corrobora lo realmente acaecido: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”.

En sus comienzos, valga la redundancia, la conmemoración de Pentecostés se fundamentó en una fiesta judía denominada ‘Shavuot’, en la que se conmemoraba el quincuagésimo o los cincuenta días que han mediado tras la aparición de Dios en el monte Sinaí. A su vez, la festividad se ocasionó con motivo de una celebración pagana de carácter agrícola, que aglutinaba el período de recolección y los días preliminares a la siega. Así, en razón de la cosecha, la fecha era móvil.

Progresivamente, la liturgia se hizo más histórica y menos espacial, los festejos judíos oscilaron hasta dejar de ser una evocación agraria y rememorar la liberación de Egipto; extendiéndose a la recapitulación de los acontecimientos que han acompañado al Éxodo. Indiscutiblemente, entre ellos, el más importante es la consumación de la ‘Alianza del Sinaí’, cincuenta días después de partir de Egipto.

Con el advenimiento del Espíritu Santo sobre la comunidad de creyentes, la Iglesia primitiva comienza a testimoniar claramente a ‘Cristo Resucitado’. Ellos, han participado plenamente de su misión pública; desde la Pascua de Cristo, han sido testigos directos de esa rica experiencia.

Las evidencias de los apóstoles tienen por derecho, una trascendencia ecuménica, porque la vitalidad que los robustece en la evangelización, es la misma de Aquel, Jesucristo, que ha amado a todos los hombres hasta el final.

Para entender en su justa medida el encargo de la Iglesia, hay que retornar al revelación apostólica en su génesis. Los mecanismos esenciales que completan la misión universal, se hallan allí. La Iglesia cuando se abre a la labor evangelizadora, expone el ‘Misterio de la Resurrección’ y convive con él, dando su afirmación en un amor sin fronteras.

Sin embargo, ¡qué camino se ha transitado, si se contrasta con la prueba apostólica del primer día y la misión paulina! Convencidos que la llegada de Cristo estaba próxima y que Jerusalén sería el entorno predestinado, los apóstoles hacen profesión de fe de Cristo resucitado. Sin duda, las coyunturas que habrían de venir, les clarifica acerca de los frutos abundantes que sin pausa, expandían la Palabra de Dios.

El martirio de Esteban (5-34 d. C) precipita la evangelización de Samaria y los judíos que habían acudido a Jerusalén, se impregnan de la buena nueva. Paulatinamente, acceden a la Iglesia los primeros paganos y los apóstoles llegan al convencimiento que el Espíritu Santo les asiste en todos sus términos. Hasta que por fin, llega el día, en que la Iglesia de Antioquía envía a sus responsables a predicar: Bernabé y Pablo realizan el primer viaje apostólico que trazaría el devenir de la cristiandad.

Trascurridos dos milenios, comprobamos con certeza que a esta obra le queda mucho por hacer, objetivamente, es una empresa imponente.

Dar fe de Jesucristo resucitado es enraizar el Misterio de Cristo y su sacrificio en el corazón del dinamismo espiritual que alienta a los pueblos y culturas. Pero, la raza humana y con ella la creación, debe pasar de la muerte a la vida.

El relato extraído de los Hechos de los Apóstoles acerca del primer Pentecostés, revive de modo anticipado las primicias extraordinarias del Espíritu Santo en la comunidad apostólica.

Desde que se tiene conciencia de la revelación en el Espíritu de la resurrección transmitida por los apóstoles, se derrumban cientos por miles de murallas de división entre los hombres y la dificultad de los idiomas no es impedimento alguno, para recibir íntegramente la Palabra de Dios.

En medio del esplendor en su multiplicidad y unidad nuevamente encontradas, la Iglesia totalmente edificada parece apreciarse en aquel minúsculo lugar, como si nos estuviésemos refiriendo a una escala intrascendente en el día del primer Pentecostés. Reconfortados y apresados por el Espíritu Santo, los hijos adoptivos del Padre se hermanan junto a su Maestro. La antífona de comunión de la misa de Pentecostés desenmascara este instante: “Todos, llenos del Espíritu Santo, cantaban las maravillas de Dios”.

En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, la tensión entre las etapas reinantes y las futuras adquieren su máxima acentuación. El Espíritu Santo trabaja hacendosamente en su terreno preferido: ahora, incorporados a Cristo resucitado, los apóstoles dan gracias por Él, con Él y en Él.

Los ausentes en la distancia, también participan, porque la invitación universal a la salvación se extiende por doquier a toda raza, lengua, pueblo y nación. “Por eso el mundo entero, desbordante de alegría, se estremece de felicidad a través de toda la tierra”.

Consecuentemente, en el Espíritu Santo, don y amor de Dios, todo es gracia divina en sentido amplio, y como tal, Dios nos lo quiere conceder con sus siete dones, antes sucintamente mencionados.

Primero, el don de la sabiduría, nos hace introducirnos en las profundidades de Dios. La palabra sabiduría proviene del verbo latino “sapare”, que quiere decir “saborear”. Ya el salmista lo refiere en el Salmo 34, 9: “Gustad y ved qué bueno es Yahveh, dichoso el hombre que se cobija en él”. Por la naturaleza que ostentamos, estamos en disposición de conocerlo y que se nos quede grabado en la mente.

Segundo, el don de la inteligencia, es la luz intelectual para interpretar y discernir los designios sagrados de Dios, entendiendo la obra salvífica preparada para cada uno de nosotros.

Tercero, el don del consejo, descifrando qué debemos hacer en intervalos cruciales, en los que ni tan siquiera bastarían las luces de la sensatez humana. En infinidad de ocasiones, tomamos decisiones y transitamos con enormes inseguridades; la reflexión tomada en la oración íntima con Dios, es la mejor medicina.

Cuarto, el don de fortaleza, habitualmente pretendemos ser constantes, pero, en unos segundos desechamos lo abordado, al igual que quisiéramos ser cumplidores, pero terminamos fracasando. Reconocer la fragilidad, forma parte del baluarte espiritual.

Quinto, el don de la ciencia, como la capacidad de descubrir a Dios en las circunstancias y en todo lo creado. Detectando la pequeñez, las limitaciones e inconstancias que nos caracterizan y que en el fondo, nos independiza de la seducción ejercida por el mundo, la carne y la vanidad, con sus ansias de poder.

Sexto, el don de la piedad, nos ayuda a desarrollar los nexos de unión con Dios, provistos de gratitud, afecto, ternura, generosidad y disponibilidad, envolviéndonos en un mismo amor, que es el amor perdurable de Dios.

Y, por último, el don del temor a Dios, por excelencia el combate contra el pecado. Por el amor filial, el santo temor de Dios nos traslada con simplicidad a la contrición o arrepentimiento.

Como desde la antigüedad señala el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, el Espíritu Santo, es una de las tres personas de la Santísima Trinidad: Dios con el Padre y el Hijo y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.

Cada uno de los dones brevemente referidos, encarnan una primera aportación del Espíritu Santo a la gloria futura, siendo la antesala de la plenitud definitiva y el anticipo del hombre celestial: ¡Maranatha, ven Señor Jesús! De cuyos frutos se desgranan las primicias del amor, alegría, paz, paciencia, longanimidad, benignidad, bondad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.

Verdaderamente, ¡el Espíritu de Cristo se ha propagado a cuantos rincones de la Tierra! Los discípulos designados a ser los fundadores de la Iglesia Católica, hubieron de recorrer un camino espiritual, amoldando paso a paso su fe ordinaria que no era alienante a la realidad de la resurrección.

Actualmente, el COVID-19 ha puesto a la aldea global al borde de la extenuación, diseminando la alarma y el desconcierto hasta adolecer a millones de personas y matar a cientos de miles; incluso, ha sorteado los más sofisticados sistemas sanitarios mundiales y locales y ha originado importantes trastornos en las economías.

Pero, por encima de todo, entre tanta consternación y sufrimiento, los cristianos, el ‘Pueblo de Dios’ elegido, colmados del Espíritu Santo y en comunión con los Santos, estamos llamados a proclamar sin miedos, ¡que el Dios de la vida se hace presente y está con nosotros!: “Si sientes un soplo del cielo, un viento que mueve las puertas, escucha la voz que te llama, te invita a caminar lejos. Es fuego que nace en quién sabe esperar, en quién sabe nutrir esperanzas de amor”.

Foto: National Geographic de fecha 23/V/2020 

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