martes, abril 30, 2024

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Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y Domingo de Soto: Los Derechos Humanos de los indios y el resultado de la conquista de América

En este trabajo se examina el pensamiento de tres dominicos ilustres: Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, en relación con la conquista de América y el trato a los indígenas. En este sentido se comparan los puntos de vista coincidentes y las diferencias existentes entre los tres teólogos, y se critican las tergiversaciones realizadas por el Padre Juan Ginés de Sepúlveda, aristotélico y seguidor de Nicolás Maquiavelo, durante su famosa disputa con el Padre Las Casas durante la Junta de Valladolid en 1550, al citar el pensamiento de Vitoria en relación con los indios de forma parcializada. Se concluye que los tres grandes pensadores coincidieron en la defensa y reconocimiento de los derechos humanos de los indios, aspecto de vital importancia que por primera vez en la historia humana, estuvo presente en la colonización española de América. Y se termina con una reflexión de la obra de España en el Nuevo Mundo, empeño singular que no justifica errores ni desafueros.


Las Casas y el Maestro Vitoria

¿Se vieron? ¿Dialogaron alguna vez cara a cara Bartolomé de Las Casas y el Maestro Vitoria? La respuesta hasta ahora viene siendo negativa. Los dos fueron contemporáneos y ambos eran célebres en la España de su tiempo: Las Casas como promotor sin rival de la liberación de los indios de las manos de los conquistadores y encomenderos; Vitoria como creador de una escuela y de un movimiento en pro de los derechos de los individuos y de los pueblos contra la opresión de los gobiernos y de sus leyes.

Verdad es que Las Casas cita varias veces a Vitoria en sus escritos, pero de Vitoria no sabemos que haya hecho alusión alguna a Las Casas. Cuando se reflexiona sobre el pensamiento internacionalista de Francisco de Vitoria, recojo y se examinan las diversas veces que Bartolomé de Las Casas cita a Francisco de Vitoria, se llega a la conclusión de que Bartolomé admiraba al docto Maestro dominico. Siempre hay elogios del Defensor de los Indios sobre el gran sabio salmantino, calificándole de “el doctísimo Maestro”, “el doctísimo varón”, y cuando habla de Vitoria y de Soto dice que son “los doctísimos” y además los califica como “maestros religiosos de clarísimos ingenios”.

En la Apología contra Juan Ginés de Sepúlveda se permite Las Casas discrepar de Vitoria, pero salvando cuidadosamente la autoridad del catedrático salmantino, disculpándole de lo que le parece falso y acentuando el sentido condicional de las proposiciones vitorianas. Resulta que en las famosas disputas de Valladolid de 1550-1551, Juan Ginés de Sepúlveda aduce la autoridad de Francisco de Vitoria a favor de la licitud y justicia de la guerra de los españoles contra los indios.

Sin vacilación y con valentía Bartolomé de Las Casas recoge el guante y analiza los textos de Vitoria en su Relección sobre los Indios. Ironiza Las Casas con el atrevimiento de Sepúlveda, cuando dice éste que Vitoria aprobó la guerra contra los naturales de América, aunque con argumentos más débiles que los suyos. Analiza Las Casas las dos partes de la relección vitoriana. Está plenamente de acuerdo con la primera donde “refuta los siete títulos por los que la guerra puede parecer justa”.

De la segunda, en la que expone los llamados ocho “títulos legítimos”, el Padre Las Casas menciona dos cosas, que por una parte disculpan las expresiones más comprometidas de Francisco de Vitoria y por otra les conceden una interpretación moderada, que creo que es la correcta y la que mejor responde a esa “falta de pudor” y atrevimiento de Juan Ginés de Sepúlveda de citar en su apoyo a personas que “decididamente son opuestos a él”.

Esas dos cosas son:

a) en sus “títulos legítimos” Vitoria se ha dejado influir de “noticias falsísimas…, que le fueron comunicadas por esos salteadores (conquistadores y encomenderos), que sin miramiento alguno siembran la destrucción por todo aquel mundo”.

b) Vitoria expone sus conclusiones “en forma condicional”. Sólo si se dan esas condiciones podría hablarse de guerra justa por parte de los españoles. Ahora bien, dice Las Casas, como esas condiciones no se dan y esas “circunstancias” exigidas por Vitoria “son falsas” por lo que se refiere a los indios, no cabe la aplicación de la justicia de la guerra a nuestro caso.

Hay una cuestión importante en la que Las Casas y Vitoria están plenamente de acuerdo. Es la cuestión del método misionero. El catedrático salmantino fue muy consultado por los misioneros y por las autoridades civiles y religiosas sobre los problemas de Las Indias, lo que se analiza en detalle en las obras de Vitoria.

En un memorial de 1543, Las Casas ofrece al emperador Carlos V un resumen de sus exigencias en torno a la situación humillante de los indios. En él cita a Francisco de Vitoria en su favor sobre una discusión surgida en las Indias de carácter misional. Se trataba de la clase de preparación que era necesaria para la recepción del bautismo por los indios. La consulta dirigida al emperador y a su Consejo de Indias fue pasada a la facultad de teología de la universidad de Salamanca. El dictamen universitario es de 1541, y entre los firmantes se encuentran Francisco de Vitoria y Domingo de Soto. Aunque el punto principal era la exigencia de una suficiente instrucción sobre la fe y las costumbres cristianas para recibir el bautismo los adultos, se veía también la necesidad de cierta uniformidad en los métodos catequéticos, para no dar pie a los indios para pensar que eran diversas las religiones que profesaban los distintos grupos de misioneros.

                                                             
          Francisco de Vitoria

Las Casas y Domingo de Soto

Otro de los personajes de este triálogo es Domingo de Soto. Domingo de Soto se relacionó y pudo convivir con el Maestro Francisco de Vitoria, y discutió, convivió e intercambió cartas con Bartolomé de Las Casas. Soto, pues, se encuentra en el centro, y, aunque el triálogo parece flaquear por uno de sus lados, Domingo de Soto se esforzará por suplirlo por el otro.

Francisco de Vitoria en la relección Sobre los Indios ha estudiado en primer lugar los títulos del poder universal del emperador y del papa sobre todo el orbe, considerándolos como nulos para explicar un justo dominio de España sobe Las Indias. Eso mismo ha hecho Domingo de Soto; ha estirado todo lo más posible las potestades imperiales y papales, y se niega a reconocer bajo ningún concepto que los brazos de ambos poderes, por muy largos que se los suponga, puedan tocar jurisdiccionalmente al Nuevo Mundo.

Domingo de Soto en la relección Sobre el dominio se hace netamente la pregunta, y le da sin 

más una respuesta rápida y, para nosotros, sorprendente. He aquí el texto: “¿con qué derecho retenemos el imperio ultramarino poco ha descubierto? En verdad yo no lo sé”. Nos sorprende la sencillez y el humilde reconocimiento de su nulidad ante el problema en un maestro de tan reconocido prestigio, que parecería debería tener respuesta para todo. El verdadero sabio es también humilde, porque sabe que no debe enseñar como verdad lo que no está bien comprobado.

Trece años más tarde, cuando ya se había pronunciado Francisco de Vitoria abiertamente sobre estos temas en sus relecciones americanistas y corrían éstas manuscritas entre sus discípulos, da la impresión de que Domingo de Soto sigue con dudas importantes sobre el particular. Bartolomé de las Casas escribe a nuestro teólogo una carta hacia 1548, para que favorezca sus proposiciones indigenistas ante la corte.

En esta carta podemos apreciar la serena prudencia de un sabio, característica de nuestro teólogo. Dice ahí que Soto le ha escrito varias veces y que le ha manifestado que no sabe qué responder definitivamente a esos problemas, porque las noticias que llegaban de allende los mares eran muy distintas y contrarias unas a otras. Las Casas le advierte que hay un criterio para discernir la verdad de la mentira en esas manifestaciones. Ese criterio es el interés o desinterés de los informadores. Los que tienen sus riquezas fundadas en el abuso de los indios, robándoles y sirviéndose de ellos como esclavos, ésos dan informes favorables a la encomienda y desfavorables sobre la capacidad y las cualidades de los indios.

Los misioneros, los varones verdaderamente apostólicos, los que no buscan enriquecerse a costa de crímenes e injusticias, los verdaderamente desinteresados, ésos dicen la verdad. Fray Bartolomé de Las Casas habla de otras cartas de misioneros dominicos enviadas por él a Domingo de Soto. Son cartas de los misioneros, que el propio Las Casas se

 llevó consigo de Salamanca en 1544. Esos documentos –le dice el Defensor de los Indios a Soto- deben ser un testimonio de irrecusable valor para el teólogo del convento salmantino de San Esteban.

En realidad la solución está en dos cosas: que desaparezcan las conquistas y que desaparezcan las encomiendas. También Soto, a pesar de no ser tan impulsivo como Las Casas, participa de la necesidad de ese remedio, y lo hace con un lenguaje verdaderamente lascasiano: las encomiendas hay que cortarlas, dice, “como con un cuchillo”. Y así lo menciona fray Bartolomé, haciendo referencia a una carta de Soto:

Grande alegría rescibí con la merced de vuestra paternidad y esperanza muy grande de ver antes que me muera el fin de mis trabajos y deseos cumplidos por el remedio de aquellas ánimas, que sólo consiste en que Su Majestad provea dos cosas que, si yo sé algo de la ley de Cristo, es obligado a proveer de precepto divino. La una quitar aquel oprobio e infamia de la fe tan grande, que son las iniquísimas conquistas, y éstas no están quitadas, como luego diré. La segunda que su Majestad incorpore absolutamente en su corona real todos los indios vasallos, deshaciendo y aniquilando este repartimiento como con el cuchillo, que vuestra paternidad dice, y así todos aquellos tiranos los querrían, y que el rey quedase solo señor de los mismos”.

Vuelve Las Casas al final de este documento sobre la indecisión de Soto hasta lograr una información completa sobre la últimas guerras de Las Indias. Le había manifestado al Defensor de los Indios en carta que esperaba la llegada de don Pedro La Gasca o el envío de sus informes, que pensaba serían definitivos o suficientemente completos. Las Casas le quiere desengañar de antemano, advirtiéndole que la labor pacificadora de La Gasca es sin duda laudable; pero tampoco La Gasca es de fiar del todo. En sus actuaciones en las Indias hay muchas cosas que no son buenas ni justas. Los párrafos sobre La Gasca se los escribe a Soto en latín, para que no se escandalice el vulgo, si alcanza a leer esta carta. Por otra parte las notificaciones de Pedro La Gasca no pueden ser una “información plenaria”, pues no ha recorrido todas Las Indias.

“Información plenaria”. Domingo de Soto debió tardar todavía bastante en ver realizado su sueño. En efecto, dos años más tarde continuó nuestro teólogo en parecidas indecisiones. Lo vemos manifiestamente a propósito de las famosas disputas en las juntas de Valladolid de 1550 y 1551entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé  de Las Casas. Domingo de Soto fue uno de los teólogos asistentes y el encargado de resumir el contenido de esas discusiones.

El problema de de Soto no son las encomiendas. Sobre ellas tiene una posición adversa bien definida, pues escribía a Las Casas que debían “ser cortadas como con cuchillo”. El problema estaba en las guerras de conquista como medio para la evangelización. Domingo de Soto en su resumen de las disputas entre Sepúlveda y Las Casas advierte que fue ése en concreto el tema en que ambos controversistas centraron todas las discusiones. El Emperador sin embargo los había convocado para examinar el método mejor para convertir a los indios y reducirlos a la obediencia de España sin cometer injusticias, que dejaran intranquila la conciencia imperial.

Lo explica Soto en estos términos: “el punto que vuestras señorías, mercedes y paternidades pretenden aquí consultar, es, en general, inquirir e constituir la forma y leyes cómo nuestra santa fe católica se puede predicar e promulgar en aquel nuevo orbe que Dios nos ha descubierto, como más sea a su santo servicio, y examinar qué forma puede haber cómo quedasen aquellas gentes sujetas a la Majestad del emperador nuestro señor, sin lesión de su real conciencia, conforme a la bula de Alejandro.

“Empero estos señores proponentes no han tratado esta cosa así, en general y en forma de consulta; mas en particular han tratado y disputado esta cuestión, conviene a saber: si es lícito a su Majestad hacer guerra a aquellos indios antes de que se les predique la fe, para sujetallos a su imperio y que, después de sujetados, puedan más fácil y cómodamente ser enseñados y alumbrados por la doctrina evangélica del conocimiento de sus errores y de la verdad cristiana”.

Para Domingo de Soto la cuestión única es la evangelización. No trata aquí la cuestión del dominio en sí mismo de los reyes de España o del emperador, pues la sola razón de extender la jurisdicción no tiene en Soto justificación alguna. El fin exclusivo es la predicación del Evangelio; lo demás son sólo medios, buenos o malos, para la consecución de ese fin.

Juan Ginés de Sepúlveda defendía a este respecto que era necesario someter los indios al emperador, y, una vez sometidos, es cuando se los puede evangelizar. Si los indios no aceptan el vasallaje al rey de España, es necesario emplear la fuerza y todos los recursos de la guerra, que sean necesarios para conseguir la sumisión.

Para fray Bartolomé de Las Casas lo primero es la predicación, y, una vez convertidos, los reyes de España los admiten bajo su jurisdicción con algunos tributos razonables, pero sin quitarles a los indios sus bienes ni el dominio que tengan los jefes indios sobre sus tribus y pueblos. La predicación debe ser siempre pacífica, sin emplear la fuerza o la guerra.

Las Casas se niega a reconocer algún valor a la razón fundamental de Sepúlveda: que, después de vencidos los infieles y sometidos, se les predica con mayor eficacia la fe cristiana. La fe, responde el Defensor de los Indios, es sujeción del entendimiento y requiere buena voluntad hacia los que la predican, y esto es imposible conseguirlo por la guerra. Trae a este propósito muchos testimonios de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, para probar la necesidad del buen ejemplo en los predicadores, la bondad, la mansedumbre, la modestia. Ir con las armas en las manos es seguir, no el ejemplo y mandato de Jesucristo, sino el ejemplo y las leyes de Mahoma.

No vale para el obispo de Chiapas el subterfugio: nuestro fin no es introducirles la fe por la fuerza, sino que empleamos sólo la fuerza de las armas para dominarlos y predicarles. “Porque a la verdad –escribe Las Casas- no sólo es esto fuerza indirecta, sino inmediatamente directa, pues que dicen que en estas guerras se ha de tener intención de predicarles después la fe. Porque esto es engendralles primero miedo y fuerza para de temor reciban vanamente la fe. Porque, si unos ven los estragos, robos y muertes que sus vecinos padecen, por no padecer ellos mismos aquello, recibirán vanamente la fe, sin saber lo que reciben”.

Las Casas había señalado seis casos en los que la Iglesia, según los canonistas, podía hacer la guerra a los infieles, pero precisará con cuidado que ninguno de ellos es aplicable a los indios. Estos casos son los siguientes:

1º Si han ocupado violentamente tierras de cristianos.

2º “Si con pecados graves de idolatría, ensucian y contaminan nuestra fe, sacramentos, o templos o imágenes, y por ende mandó Constantino que no se permitiese a los gentiles tener ídolos donde los cristianos se pudiesen escandalizar”.

3º “Si blasfeman el nombre de Jesucristo o de los santos o de la Iglesia a sabiendas”.

4º Si a sabiendas impiden la predicación.

5º Si hacen ellos la guerra a los cristianos.

6º Para librar a los inocentes, aunque esto no es completamente obligado, porque la guerra traería un mal mayor, como es la muerte de un número más grande de inocentes.

Domingo de Soto no está muy conforme con todas las distinciones que hace el obispo de Chiapas para defender a los indios del Nuevo Mundo. Introduce por ello en este resumen de las disputas entre Las Casas y Sepúlveda algo de su pensamiento personal. Cree el profesor de la Universidad de Salamanca que el Defensor de los Indios se excede en sus argumentaciones, dando más libertad a los indios de la que les corresponde.

Si impiden la fe a sabiendas de lo que hacen, como los moros que ya tienen noticia de nuestra religión cristiana, es lícito declararles la guerra. Pero, si impiden la predicación, creyendo que los vamos a robar o matar como a enemigos, entonces no cabe la guerra justa. Esta distinción lascasiana es rechazada por Soto.

Otra distinción del Defensor de los Indios, que tampoco satisface a Domingo de Soto, es la siguiente: si son sólo los príncipes los que impiden la predicación, cabe la guerra justa. Pero, si es todo el pueblo el que no quiere escuchar, sino permanecer en su antigua religión, no hay posibilidad de justificar una contienda bélica.

El catedrático salmantino salta por encima de todas estas distinciones, para decir que existe un derecho plenamente fundado, que es el poder y la facultad otorgados por Jesucristo a todos los cristianos de predicar el Evangelio a todo el mundo, según las palabras recogidas por Mc 16, 15: id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. Y comenta Soto: “por la cuales palabras parece que tenemos derecho de ir a predicar a todas las gentes, y amparar y defender a los predicadores con armas, si fuere menester, para que los dejen predicar”.

Las Casas establecía aquí una distinción. Este precepto evangélico no nos obliga a forzar a los gentiles a que nos oigan, sino sólo a predicarles, en el caso de que nos quieran oír. El catedrático salmantino cree que se equivoca el Defensor de los Indios en esta interpretación:

“y para advertir –dice- a vuestras señorías y mercedes, parece que el señor obispo (si no me engaño) se engañó en la equivocación. Porque otra cosa es que los podamos forzar a que nos dejen predicar, lo cual es opinión de muchos doctores; otra cosa es que los podamos compeler a que vengan a nuestros sermones, en lo cual no hay tanta apariencia [o claridad]. Y esto es lo que él allí trató, que no los podemos forzar a que nos oigan”.

En estas precisiones es donde está para Domingo de Soto el núcleo esencial del problema. La cuestión no es el fin de la predicación, que es un mandato de Jesucristo, con su fondo de derecho natural de la enseñanza de la verdad. El problema se plantea sobre el uso de la fuerza o la guerra como medio para conseguir ese fin:

¿Podemos forzar a los indios para que nos dejen predicar la palabra de Dios? Según muchos autores –contra el parecer de Bartolomé de Las Casas-, eso se puede hacer. Y Domingo de Soto está de acuerdo con esta respuesta afirmativa, en el sentido de poder quitar con la fuerza todos los obstáculos que se oponen a esa predicación.

Pero hay otra cuestión, otra pregunta muy relacionada con la anterior y cuya respuesta es más comprometida y difícil. La pregunta es la siguiente: ¿podemos forzar a los indios a venir a nuestra predicación? En esto, confiesa Soto, ya no hay tanta claridad: “no hay tanta apariencia”, dice literalmente.

Las Casas, sin embargo, consiguió probar entonces, utilizando cuatro razones, que no se puede forzar a los indios a que oigan a los predicadores. Al terminar el estudio de la cuarta de esas razones, fray Domingo de Soto, que consideraba que este detalle era muy importante, advirtió lo siguiente:

“este punto examinarse ha más después en esta sapientísima consulta”.

Es la interpretación de la frase evangélica de Lc 14, 34: fuérzalos a entrar (compelle intrare). Sobre esa frase discutirán algo más adelante; es la objeción segunda de Sepúlveda y la réplica segunda de Las Casas.

Se puede pensar que las dudas de Domingo de Soto no afectan a este problema. Desde su primera obra en que trata este asunto hasta la última pensó con Bartolomé de Las Casas que no se pude obligar por la fuerza a los indios a que oigan la predicación. Sus dudas, como hemos podido apreciar, afectan sólo a las causas inmediatas de las guerras de conquista. Por eso esperaba una información completa, que juzgamos que nunca llegó.

En lo referente a la predicación y a sus exigencias su pensamiento es constante desde su relección Sobre el dominio, en que por primera vez, en 1535, ofreció su parecer, y el Comentario al Cuarto Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, en el que trata este asunto por última vez, en 1557, tres años antes de su muerte.

Es una sola página la que dedica en la relección Sobre el dominio, de modo explícito, al tema del dominio español en el Nuevo Mundo, pero es una página digna de que se le dedique concentrada meditación, y es susceptible de un amplio comentario.

Francisco de Vitoria había hecho ya alusiones al tema en sus cartas y lecciones de clase. Estaría por entonces madurando, igual que Domingo de Soto, una posible solución. En el convento de San Esteban de Salamanca, con las cartas de sus misioneros de América en las manos, se comentaban entre los frailes los problemas de Las Indias, y se irían dibujando entre ellos diversas soluciones. El esbozo de Domingo de Soto parece tener como fondo los informes de los misioneros.

Nuestro teólogo comienza su argumentación recordándonos las palabras de Jesucristo, al despedirse de sus discípulos, momentos antes de su ascensión: “id; predicad el Evangelio a toda criatura”. Ya tenemos un derecho bien claro e impuesto como mandato grave: el derecho y la correspondiente obligación de predicar el Evangelio de Cristo en todos los lugares de la tierra. Parece haber aquí un título legítimo de nuestra presencia (de los españoles) en Las Indias. Pero es sólo un título de presencia para predicar; nunca será un título de apropiación de tierras o de pueblos, ni mucho menos un título de conquista por la fuerza o la violencia de las armas.

Domingo de Soto avanza con lentitud, como midiendo bien sus pasos en todo lo que dice. Una consecuencia del deber y del derecho de la predicación es el derecho de defenderse de aquéllos que impiden esa predicación. Es aquí donde caben los abusos. La avaricia, el afán de enriquecerse, puede buscar apoyo en este mero derecho de defensa, para la guerra y la apropiación de los bienes de los indios; Soto lo condena expresamente.

Para precisar mejor su pensamiento y cortar otra disculpa o posible fuente de abusos, recuerda los pasajes evangélicos de Mt 10, 3-23 y de Lc 9, 1-6: “os envío como ovejas en medio de lobos…; no toméis nada para el camino, ni báculo, ni alforja, ni pan, ni dinero…”. Y advierte el Señor a sus discípulos que, si en alguna población no los quieren recibir, no recurran a la violencia, sino que “basta con salir de aquel poblado y sacudirse el polvo de los pies en testimonio contra ellos”. La consecuencia es clara; no es lícito forzar a los indios a que vayan a oír a los misioneros, sino dejarlos y encomendar su causa al Dios de los cielos.

En el Comentario al Cuarto Libro de las Sentencias expresa esta misma doctrina mediante dos conclusiones, con sus correspondientes pruebas, clara y concisamente expuestas.

Primera conclusión: la Iglesia y cada creyente tienen el derecho divino y natural de promulgar el Evangelio por toda la tierra.

La prueba que hace referencia al derecho divino son los textos evangélicos ya citados. La prueba correspondiente al derecho natural es que todos los hombres tienen libertad y facultad “para enseñar a otros” (ius docendi) y persuadir sobre las normas del bien obrar.

Segunda conclusión: si alguno nos impidiere la predicación del Evangelio, con justicia podríamos responder a esa violencia con las armas, a no ser donde veamos por experiencia que eso origina escándalo e injuria de la fe.

Para una más fácil inteligencia de esta segunda conclusión, añade seguidamente esta nota: si un príncipe nos impide el ingreso en su territorio con la fuerza o encarcela a los predicadores, cuando van a sus pueblos a predicar, podemos rechazar esa fuerza con otra fuerza.

Las razones que da para probar la conclusión segunda son dos. La primera es que, actuando de esa forma, los mencionados jefes de los indios nos quitarían nuestro derecho afirmado en la primera conclusión.

Sin embargo –continúa arguyendo Soto- a los que no quieran oírnos, no los podemos obligar por la fuerza a que nos oigan. La razón no es otra que el derecho sólo nos permite predicar. Obligar a que nos oigan, sería como forzarlos a la fe, que es plenamente libre.

La segunda conclusión había exceptuado el caso de que se originara escándalo con nuestra actitud violenta con respecto a los que impiden la predicación. En efecto, si por esa guerra diésemos tal escándalo a los naturales que concibieran odio contra la fe, debería cesar esa guerra como un mal mayor.

Los 22 años que median entre las dos obras (De Dominio e In Quartum Sententiarum) no parecen haber cambiado sustancialmente la solución. La única posible diferencia es el deje de cierta inseguridad que manifiesta en la primera de las dos obras.

Al final de la exposición de su pensamiento americanista escribe en la relección De dominio: “no he dicho estas cosas para condenar todo cuanto se ha hecho entre los indios. Los juicios de Dios son insondables, y quizás quiere Dios convertir a tan numerosas gentes por una vía desconocida para nosotros”.

Tal vez Domingo de Soto se haya dado cuenta de que su doctrina no favorece en nada a los conquistadores y encomenderos de los indios en América, y ni siquiera al emperador y a los de su consejo, y haya querido curarse en salud con el texto citado en último lugar.

En el fragmento An liceat civitates infidelium seu gentilium expugnare ob idolatriam, que data de 1553, parece completar bajo algunos aspectos estas ideas. El texto, por no ser completo, no puede ofrecernos más que un servicio subsidiario. Niega primero que la idolatría, la sodomía u otros pecados contra la naturaleza sean motivo justo de intervenir con la fuerza. Sólo Dios en sus juicios insondables y los jefes de los indios son los jueces naturales. Mientras no se conviertan, la Iglesia no puede intervenir ni directa ni indirectamente sobre ellos.

El problema más serio para Domingo de Soto es la matanza de los inocentes para comer sus carnes. Son atrocidades que se oponen tanto al derecho natural que parece que éste postula necesariamente la intervención, incluso por la guerra, para obligar a los indios a cesar en esos crímenes.

Sin embargo la cuestión no se ve tan clara. En la parte de los sacrificios humanos se sabe que algunos se ofrecían voluntarios para ser inmolados a sus dioses y que ordinariamente las víctimas eran prisioneros de guerra condenados a morir, según sus leyes.

En lo que se refiere al otro hecho, de comer sus carnes, este crimen es un aspecto del pecado principal, que es la idolatría. Nuestra misión ante la idolatría y sus pecados afines o derivados es convencer a los indios de la verdad de nuestra fe y de la falsedad de la suya.

Incluso, aunque el pecado de los sacrificios de hombres inocentes se pudiera combatir con la guerra según el derecho natural, no es conveniente hacerlo. Jesucristo no quiere que se corte la cizaña mezclada en el campo con el trigo, pues se corre el peligro de que se arranquen las dos cosas. No se puede corregir un mal con otro mal mayor. Si por evitar la muerte de unos pocos inocentes, damos muerte por la guerra a un número considerablemente más grande, no debe emprenderse ésta.

El fragmento ofrece un pensamiento incompleto, pero no cabe duda que nos ofrece muy útiles consideraciones. La frase final es muy ilustrativa. Queda como cortada y como pidiendo cierta explicación, pero es un pensamiento que merece la pena transcribir. Dice simplemente: “sólo por el derecho divino podemos subyugar a los infieles”. Ni el derecho natural, ni el civil o humano-positivo dan base para apoderarse del dominio de los indios. El único derecho existente es el de la predicación, con las exigencias y condicionamientos que ésta conlleve.

Entonces la única justificación, el único derecho que tienen los españoles, de acuerdo con el pensamiento de De Soto, para dominar a los indígenas, es el derecho de predicarles el Evangelio. Las Casas, Vitoria y De Soto están de acuerdo en que son los misioneros quienes deben llevar la Palabra de Dios a los indios de América, y no los encomenderos. Los tres repelen la institución de las encomiendas. Desde el punto de vista teológico, los tres tienen dudas sobre el derecho que asistía a España.

No cabe duda de que los escrúpulos de los tres grandes pensadores dominicos, encabezados por Fray Bartolomé de las Casas con su prédica ardiente y su pluma incansable, cambiaron para mejorar la colonización y evangelización de América e introdujeron en ella el cristianismo a través del trabajo de los misioneros, de forma que por primera vez en la historia humana no se conquistó solamente con la espada, porque la Cruz de Jesucristo siempre estuvo presente.

Reflexiones sobre la colonización española de América

Fuera de las largas y meticulosas disquisiciones teológicas, los resultados de la colonización española en América demuestran que la vida de las gentes que vivían en el Nuevo Mundo cambió definitivamente después del choque de culturas y civilizaciones que es resultado de cualquier conquista. No se pretende con esto justificar abusos ni crímenes cometidos por encomenderos ni esclavistas. No se trata tampoco de explicar el pretendido saqueo de las riquezas americanas, porque los indios americanos no las utilizaban para vivir y esas riquezas no eran base de su economía ni de su sustento material. También es necesario dejar claro que desde los inicios de la colonización y la conquista, numerosos personajes de las dos grandes órdenes religiosas, dominicos y franciscanos, entre los que descuellan figuras del calibre de Antón de Montesinos, Pedro de Córdoba y sobre todo Bartolomé de las Casas entre los dominicos, y por los franciscanos destaca el Gran Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, quien nombró a Las Casas Protector Universal de los Indios, y muchos otros como Fray Francisco de San Román y el Comisario General Fray Cristóbal del Río, contrario a la esclavitud de los indios. Un violento memorial presentado a los jerónimos en los inicios de 1517 y escrito en latín, firmado por Fray Pedro de Córdoba y nueve dominicos más, así como por el franciscano Fray Remigio de Faulx y diez de sus compañeros, fue el primer documento enviado por un grupo de misioneros protestando por la esclavitud y explotación de los indios, y ese mismo año, y a fines de mayo del mismo año, otro informe, extenso y explosivo contra los encomenderos, fue enviado por tres franciscanos y once dominicos al Señor de Xevres, ministro de Carlos V. Ocho días después, el 4 de junio, los provinciales franciscano y dominico, con los frailes de las dos órdenes reunidos en sus respectivos capítulos, enviaron otro informe, y en 1519, el franciscano Fray Antonio Pedroso denunció la conducta de los encomenderos enviando informes a España y se entrevistó con las autoridades de Santo Domingo para denunciar los hechos.

Finalmente, la aparición de las Ordenanzas de 1542 prohibiendo la esclavitud de los indios demostró que el trabajo de los religiosos no había caído en saco roto y que los naturales de América quedaban bajo la protección de la Corona de España.

Si se mira desde lejos, desde la distancia de cinco siglos, el papel de España en el desarrollo de América, sería necesario concordar en que el resultado final de la hazaña comenzada por el Gran Almirante y continuada durante más de tres siglos por cientos de miles de españoles (misioneros, sacerdotes, prelados, militares, colonizadores, exploradores, marineros, comerciantes, artesanos, regidores, alcaldes, gobernadores, capitanes generales, virreyes) sostenida por el poder de 21 Reyes Católicos, desde Fernando de Aragón e Isabel de Castilla hasta Alfonso XIII, fue un continente cuyos países y pueblos están unidos por el uso del idioma español, con habitantes mayoritariamente cristianos y católicos, que mantienen numerosos usos, costumbres, leyes, valores y tradiciones en gran medida heredados de España, y forman una cultura cuya base fundamental es la cultura española en todos los órdenes de la existencia, al tiempo que residen en las ciudades que fundaron los españoles y aún estudian en las universidades y centros de altos estudios que sus antepasados hispanos erigieron.

¿Qué hizo España en América? ¿Cuál fue el tesoro que nos dejaron como herencia?

En apenas tres cuartos de siglo, los españoles dejaron para la posteridad el reconocimiento y exploración de las costas desde la Tierra de Fuego hasta el Canadá, que debe su nombre a que el capitán Esteban Gómez, cuando estaba explorando Terranova, escribió sobre el mapa indicando la inmensa extensión blanca de nieve y hielo que se extendía al oeste: ACÁ NADA, sin saber que estaba bautizando el inmenso país que es hoy Canadá; encontraron el estrecho de Magallanes que une el Atlántico con el Pacífico; completaron la circunnavegación del globo terráqueo gracias al viaje Magnífico de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano; realizaron el descubrimiento del Pacífico por Vasco Núñez de Balboa y construyeron los primeros astilleros en las costas de este océano; enviaron las primeras expediciones al Perú; documentaron los vientos y corrientes descubiertas por Andrés de Urdaneta para abrir desde Acapulco en México la ruta de Asia hasta las Filipinas; erigieron ciudades según el modelo europeo, vistieron a los indios; fundaron centenares de misiones y enviaron miles de abnegados frailes para convertir y civilizar a los naturales en el mayor empeño civilizador y cristianizador que recoge la historia del Mundo; crearon escuelas, iglesias, catedrales, audiencias, conventos, seminarios, universidades, caminos, puentes, acueductos, presas y carreteras; iniciaron la cultura del trabajo; implantaron la imprenta; acuñaron moneda propia; abrieron las primeras minas, aclimataron en el Nuevo Mundo la vid, el olivo, la naranja, el trigo, la cebada, la avena, la oveja, la vaca, el cerdo, el caballo y las aves de corral; trajeron las formas de conservación de las carnes y los cereales, y aportaron a Europa del pavo, la piña, el tabaco, la quinina, el cacao y la papa; implantaron la escritura, la literatura y el español como lengua universal del continente; escribieron los primeros libros y las primeras obras de teatro, dieron a conocer la rueda, las embarcaciones de vela, las aleaciones de metales; las fortalezas, castillos, astilleros y arsenales; y en general las construcciones de piedra; la industria de la minería; la pintura, la escultura, la arquitectura y la filosofía… todo ello revolucionó el comercio y se produjo, gracias a España, el nacimiento de un nuevo mercado gigantesco en América; revolucionando también al mismo tiempo la agricultura, el derecho de gentes, la cartografía, el arte de navegar y la historia de las religiones.

Hay más. Se supo qué había más allá de los mares, y la Tierra dejó de ser una incógnita. Se erradicaron el canibalismo y los sacrificios humanos que ensangrentaban y despoblaban América. Y una nueva cultura heredada de Grecia y de Roma, fundida y modelada en el crisol de España, hizo adelantar en 10,000 años el reloj de la historia, de forma que los primitivos habitantes de América transitaron en pocos años del Neolítico a la Edad Moderna, y sus antiguas y rudimentarias civilizaciones se fueron fusionando con la sangre y la rica cultura que llegó de Europa. Miles de misioneros, sacerdotes y prelados, estimulados por la urgencia y la necesidad de evangelizar a los indios, pasaron de España a América, muchos de ellos encontraron el martirio en tierras del Nuevo Mundo.

Pero España hizo más al proclamar, por medio de las Leyes Nuevas u Ordenanzas de 1542, la libertad de los indios en el Nuevo Mundo; y desde los primeros pasos de la colonización comenzó a erigir ese monumento jurídico que es la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias para que el imperio de la ley normara la vida, los derechos y los deberes de los ciudadanos en el continente que acababa de nacer.

Es fascinante y magnífico considerar que antes de que transcurrieran tres cuartos de siglo del descubrimiento de Cristóbal Colón, se habían reconocido, explorado y cartografiado las tierras de América, y ya habían sido fundadas las capitales de las que hoy son naciones independientes de América, aparte de un numeroso muestrario de importantísimas ciudades: en 1496 Bartolomé Colón fundó Santo Domingo, en 1508 Juan Ponce de León erigió San Juan de Puerto Rico, Diego Velázquez fundó San Cristóbal de La Habana y Santiago de Cuba en 1514; Veracruz fue erigida por Hernán Cortés en 1519, y ese mismo año Gaspar de Espinoza fundó Panamá, luego Cortés fundó México, en 1521, sobre las ruinas de Tenochtitlán; Pedro de Alvarado, San Salvador en 1524 y la Antigua en Guatemala, 1527; Guadalajara surgió en 1533 gracias a Cristóbal de Oñate; y ese mismo año Pedro de Heredia echó las bases de Cartagena de Indias en Colombia; en 1534 Sebastián de Belalcázar erigió San Francisco de Quito en el Perú. En 1535 se fundaron Guayaquil en Ecuador, Lima y Trujillo en Perú y Buenos Aires en Argentina, y en 1536 Juan de Ayala fundó la Asunción de Paraguay, mientras que Gonzalo Jiménez de Quesada dio inicio a Santa Fe de Bogotá, Colombia, en 1537. En Chile, 1541, Pedro de Valdivia fundó Santiago, Concepción y La Serena, y Francisco de Montejo, en 1542, Santiago de los Caballeros de Mérida en Yucatán. Juan de Saavedra puso las bases de Valparaíso, Chile, en 1552; en 1567 Diego de Losada erigió Santiago de León de Caracas en Venezuela. Pedro Menéndez de Avilés fundó San Agustín de la Florida, primera ciudad de los Estados Unidos, en 1565; y Juan de Oñate la segunda, Santa Fe, en 1598; mientras que Jamestown fue fundada en Virginia en 1607 por los ingleses, cuando San Agustín llevaba 35 años de existencia; aunque se debe aclarar que Jamestown quedó destruida y abandonada en 1622.

Hubo más ciudades, muchas, que fundó España en América del Norte. El franciscano fray Antonio de Olivera echó los cimientos de la ciudad de San Antonio, Texas, en 1718, y es allí donde radica la Catedral Católica de San Fernando, primada de las Catedrales de los Estados Unidos. Tomás Sánchez fundó Laredo, en Texas, en 1755; y al llegar 1769, Gaspar de Portolá fundó un presidio y en junio de ese mismo año el gran misionero franciscano fray Junípero Serra bendijo una cruz al crear la Misión de San Diego de Alcalá, antepasada directa de la ciudad de San Diego de California. El explorador Juan Bautista de Anza puso las bases de San Francisco, 1776; y Felipe de Nieve, en 1781, erigió la de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles (Los Ángeles) también en California. Al cabo de diez años, en 1791, Alejandro Malaspina dejó la huella de España en Alaska cuando fundó Ciudad Valdéz, primera ciudad de este estado norteamericano. En 1542, la expedición de Ruy López de Villalobos descubrió el archipiélago de Hawai, el único estado de la Unión que se encuentra fuera del continente americano. No hay un pedazo de tierra de Estados Unidos, dentro o fuera de Estados Unidos, a donde no llegaran los españoles para reconocer el territorio y describir la geografía, los recursos y los habitantes.

Todo esto se conoce en los Estados Unidos. Numerosos historiadores lo han proclamado así, como lo afirman estas palabras:

«El honor de dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del descubrimiento, sino el de una exploración que duró (…) siglos y que ninguna otra nación ha igualado en región alguna… no se nos ha enseñado a apreciar lo asombroso que ha sido el que una nación mereciese una parte tan grande del honor de descubrir América; y sin embargo, cuando lo estudiamos a fondo, es en extremo sorprendente.

Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones civilizadas… pero en realidad no fue así. Hablando en general, el espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una nación, España, que no era por cierto la más rica o la más fuerte…

A una nación le cupo la gloria de descubrir y explorar la América, de cambiar las nociones geográficas del mundo y de acaparar los conocimientos y los negocios por espacio de siglos… y esa nación fue España…

Porque creo que todo joven sajón-americano ama la justicia y admira el heroísmo como yo, me he dedicado a escribir este libro. La razón de que no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es, sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo; pero nuestros libros de texto no han reconocido esta verdad, si bien ahora ya no se atreven a disputarla. Gracias a la nueva escuela de historia americana vamos ya aprendiendo esa verdad, que se gozará en conocer todo americano de sentimientos varoniles. En este país de hombres libres y valientes, el prejuicio de la raza, la más supina de todas las ignorancias humanas, debe desaparecer.

Amamos la valentía, y la exploración de las Américas por los españoles fue la más grande, la más larga y la más maravillosa serie de proezas que registra la historia(1)

Sopesando cuidadosamente los pros y los contras, es muy difícil juzgar a España y condenarla por los resultados del descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, y serían innumerables los tomos que podrían escribirse sobre el tema. El saldo final de la colonización española está vivo y bien visible en todos los países de habla española que representan 620 millones de personas en el momento actual. De este total, se estima que hay 350 millones de mestizos de indios y españoles, y 54 millones de indios puros. En mayor o menor grado, más de 400 millones de indígenas y sus descendientes en América viven en estados que despuntan o están en vías de desarrollo, y se benefician con los resultados de la cultura y la civilización occidental.

Es imposible saber cuánto tiempo hubieran demorado en alcanzar los niveles actuales si la voluntad de España no hubiera civilizado el continente. Tampoco podemos conocer cuántos muertos se hubieran causado a sí mismos, víctimas de las guerras tribales, la desnutrición, los factores ambientales y la antropofagia.

Considerando todo esto, pensando en todo lo expuesto, una rotunda realidad se opone a las opiniones contrarias, sin que se dejen de condenar, con la mayor fuerza y energía, todos los aspectos negativos, para informe y edificación de las generaciones por venir. La civilización es así. Unas palabras inmortales dicen que «El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los malagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.»

Ya no podemos preguntar sus opiniones a Bartolomé de las Casas, al Maestro Francisco de Vitoria o al sabio Domingo de Soto, ni a una pléyade de religiosos jesuitas, mercedarios, agustinos, juaninos, carmelitas, vicentinos, diocesanos, prelados… tal vez no sea necesaria la pregunta por lo obvio de la respuesta. España fue el sol de América. 

Autor: Dr. Salvador Larrúa Guedes

Académico Correspondiente en Estados Unidos de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras.

Secretario de la Academia de la Historia de Cuba.

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Citas:

(1) Lummis, Charles F. Los exploradores españoles del siglo XVI. Universidad de California, 1926.

Bibliografía:

– Clayton, Lawrence A. El Cardenal y el Cura: Cisneros y Las Casas, 1516-1517. I Congreso Internacional de Historiadores Dominicos, Managua, 2004

– Clayton, Lawrence A. Bartolomé de las Casas: A Biography. New York, Cambridge University Press, 2012.

– Hernández Martín, Ramón (o.p.). Vida y pensamiento internacionalista, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1995, págs. 347-356.

– Larrúa Guedes, Salvador. Presencia de los Dominicos en Cuba. Universidad Santo Tomás de Aquino, Santafé de Bogotá, 1997

– Larrúa Guedes, Salvador. Historia de la Orden de Predicadores en la Isla de Cuba. Universidad Santo Tomás de Aquino, Santafé de Bogotá, 1999

– Larrúa Guedes, Salvador. Franciscanos y Dominicos en la Evangelización del Nuevo Mundo. I Congreso de Historiadores Dominicos, Managua, 2004

– Las Casas, Fray Bartolomé de las (o.p.). Obras Completas. 9. Apología.Edición de ÁNGEL LOSADA. Alianza Editorial, Madrid 1989, págs. 626-629.

– Opúsculos,cartas y memoriales… Edición por J. PÉREZ DE TUDELA BUESO, en “Biblioteca de Autores Españoles”(BAE), nº 110, Madrid 1958, págs. 181-203.

– Soto, Fray Domingo de (o.p.). De Dominio, Salamanca, 1534, pp. 162 ss.

– Vitoria, Francisco de (o.p.). Cf. De potestate civilii, 1529; De Indis; 1532.

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