“Cien años de fervor patriótico, al llanto doloroso y lacerante de la derrota” (I)

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En términos concisos, lo acontecido en la segunda década del siglo XX en el Norte de África, confirmaría los cientos por miles de cuerpos esparcidos, muchos, con indudables signos de tortura, quedando insepultos y diseminados en tierras africanas.

Desconcertados por el descalabro obtenido, los militares españoles transfirieron la culpa de la descomunal calamidad a los políticos. El traumático desenlace ocasionó múltiples derivaciones, entre las que inciden una etapa de introspección y abstracción sobre el atributo nacional, tutelado por la ‘Generación del 98’ y el pronunciamiento de un regeneracionismo desempeñado por esferas afines de proyección pública.

Mientras, la Monarquía en una fase de regencia, difícilmente sobresalía a la hora de enmendar el curso de decaimiento de la ciudadanía, porque no eran pocos los militares dispuestos a la incrustación de un Imperio sucedáneo.

Por ende, como prolongación de las incursiones precedentes a pocos kilómetros del Estrecho de Gibraltar, la coalición de fuerzas conservadoras con sectores del Ejército en la búsqueda de empresas alternativas ante la pérdida de sus grandes y valiosas colonias en el Caribe y el Pacífico, creó hallar otro ‘Imperio Hispano’ de sustitución. Conjuntamente, el alistamiento de contingentes basados en ‘Tropas de Reemplazo’, causó importantes incidentes de protesta en los puertos de embarque.

Recuérdese al respecto, las voces que suscitaron la llamada ‘Semana Trágica de Barcelona’ (25-VII-1909/2-VIII-1909), con el saldo de una represión brutal: el Gobierno sobrevivió y España estaba condenada a improvisar otro tipo de supremacía.

En este contexto, los denominados ‘Reservistas’ eran Soldados de levas o quintas que con anterioridad habían realizado el ‘Servicio Militar Obligatorio’ y que, en la terminología castrense estaban licenciados. Pero, con la presumible argumentación de un conflicto armado y la publicidad de un decreto, los Gobiernos poseían la prerrogativa de movilizarlos nuevamente, e incluirlos en las partidas de Tropa que cumplían con el deber de las armas.

Sin embargo, en la inestabilidad que provino, la Administración conservadora de Antonio Maura y Montaner (1853-925) impuso el reclutamiento de las levas licenciadas de 1902 a 1907, y el dispositivo militar las incorporó a las reclutas activas de 1908 y 1909, respectivamente, requeridas en el Rif.

Con lo cual, me refiero al engranaje de nada más y nada menos, que 18.000 Reservistas. La mitad de esta aportación se aceleró en Cataluña que, en aquellos instantes censaba a un 15% de la población española.

Este extraordinario y susceptible procedimiento de enganche, indujo a la reprobación antes referida. Si bien, las gotas que colmaron el vaso se produjeron cuando algunos se eximían sufragando 1.500 pesetas, el parecido a un salario base anual, tal y cómo sucedió en la ‘Tercera Guerra de Cuba’ (1895-1898), que, por lógicas, castigaría a los más humildes de la sociedad.

El dispositivo político-militar-financiero confeccionaba a una figura mayoritaria de ‘Soldado del Ejército Colonial’ de rasgo modesto, obrero industrial o jornalero agrario, en edad productiva, casado y con hijos a cargo, y habitualmente la única fuente de ingresos.

Además, en los trechos concernientes no existían prestaciones públicas, lo que espoleó a miles de familias a la total precariedad e indigencia: un golpe genuino deliberado, en un entorno social y político punteado taxativamente por los desagravios catalanistas y obreristas.

Y qué decir, de la repartición de las enormes superficies africanas entre los actores europeos, repercutiendo en la asignación a España el tramo norteño que abarca el Rif, con una topografía accidentada y habitada por hombres y mujeres que parcamente se sienten fusionados con la efímera unidad de Marruecos.

El combate interminable se entabla por la conservación de unos intereses exclusivos, intrincados con los públicos y por el agotamiento del reino marroquí, a merced de un Sultán incompetente para aplicar su soberanía en una patria escabrosa, decadente y tribal. Amén, que si aún se mantenía en la cúspide era porque Gran Bretaña, Alemania y Francia pugnaban empedernidamente por una rivalidad económica y diplomática, al objeto de erigirse en la primera potencia en Marruecos.

Ciertamente, la Dirección del Protectorado iba a ser una tarea compleja de materializar hasta su desvanecimiento. La decisión de repliegue tuvo su holocausto en el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), donde el destacamento español aglutinado por 11.500 hombres sería masacrado y los sobrevivientes pasaron a cuchillo.

Sin lugar a duda, conjeturó un antes y un después en la Historia reciente de España, al inducir a una sucesión de vicisitudes políticas, con el desplome de varios Gobiernos y el comienzo del fin de la Monarquía de Alfonso XIII (1886-1941) y un cambio de paradigma en los militares, entreviéndose las divergencias de africanistas y no africanistas, partidarios de la República y los monárquicos.

En otras palabras: la depuración de responsabilidades en el Parlamento por lo acontecido en Marruecos, terminaría acorralando al rey, que, a su vez, devoraría el resentimiento y la desafección de cuantiosos africanistas hacia la clase política. Curiosamente, un número considerable de estos, serán los que, quince años más tarde, se alcen en armas contra la República. O parafraseando: Marruecos, era demasiado atrayente para un Ejército hipertrofiado y poco capacitado.

Estrepitosamente España dilapida las colonias de Puerto Rico, Cuba, Guam y Filipinas, hasta producirse uno de los mayores trances de identidad en su conjunto. La afectación transatlántica truncada, más un Ejército con auras de desquite y algunos beneficios financieros, le empujan a querer jugar un protagonismo definido en el concierto de los estados imperiales en África, buscando un sustituto de la etapa neocolonial.

El emblema del inesperado despertar de una irrealidad secular, redunda en buena parte del Estado en las jornadas próximas a la derrota. El duelo bélico infausto hispano-estadounidense (25-IV-1898/12-VIII-1898), es la llamada que zarandea las conciencias de los políticos militares, pensadores y literatos, reflejando la realidad afligida de un país de tercer orden dentro del tablero global.

Ineludiblemente, se desconoce si los Soldados de raza hispana muertos al otro lado de las aguas del Atlántico, obtuvieron la gloria celeste, pero sí que se percibe la celeridad con la que extraviaron los territorios que salvaguardaban. El tránsito del ardor patriótico al lamento desdichado y punzante por el revés y el declive, se convierten en hechos constatados.

Hasta que las ‘Colonias Hispánicas de América’ se independizan, o séase, en la mitad del siglo XIX, es cuando se comienza a no perder de vista, digamos, con fascinación y algunos alicientes, qué había realmente en el escaparate de Melilla: la región del Rif y la cordillera del Atlas.

Primero, hay que referirse a la vertiente política, en la que España ambiciona el resarcimiento de la reputación internacional. Esta posición hace que se introduzca en la espiral del imperialismo europeo, terminando, siendo manejada y enredada en procedimientos que sobrepasan sus pretensiones. Segundo, el aspecto estratégico que, por su inmediación terrestre, la fórmula más conveniente de impedir que los franceses se acoplen en el Norte de Marruecos, consiste en que los mismos españoles se estableciesen.

Tercero, el matiz económico, porque las elevaciones del Norte de Marruecos eran abundantes en minería y su urbe un buen negocio para las exportaciones. Y cuarto, concurre otro elemento que no ha de prescindirse de los anteriores: el Ejército. En él, despuntan dos apuestas diferentes con relación a Marruecos: los peninsulares o junteros, integrantes de las Juntas de Defensa y seguidores en su momento de renunciar a la lucha; y los africanistas, que tras las irrupciones preliminares en las que se domina con desenvoltura, acaban respaldando que es una buena oportunidad para rehacer el prestigio de España.

En la ‘Conferencia de Algeciras’ (7/IV/1906) y el ‘Tratado de Fez’ (30/III/1912), Marruecos queda fraccionada en dos parcelas: una porción singular para España, básicamente el Rif, y otra para Francia. Físicamente, se trataba de un subprotectorado, algo así como un préstamo de la Administración Colonial de Francia a España en una zona desigual, conocida como ‘Bled es-Siba’ o ‘País del Desgobierno’, porque sus cabilas o tribus regidas por un Caíd como unidad independiente, política y social desafectas al Sultán, jamás reconocieron su autoridad.

De ahí, que el Rif se constituyese en un pueblo libre y sublevado, y a los ojos de los colonialistas o del sultanato marroquí, levantisco.

Con estas connotaciones iniciales, la ‘Campaña de Melilla’ conmemora su centenario y parece haber pasado desapercibida en el elenco histórico de contiendas y acometimientos de las ‘Fuerzas Expedicionarias’, que irrevocablemente influenciaría sobre el Régimen de la Restauración y uno de los detonantes principales de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930). En verdad, este entresijo amasa diversos carices que repercutieron en el devenir del siglo XX: el ayer memorable de los Ejércitos de España, audaz y valiente en medio mundo, padece una derrota degradante ante el todopoderoso contingente norteamericano de los Estados Unidos de América, que apoyó a los independentistas en la victoria definitiva.

Entre tanto, las máximas autoridades militares precisaban demostrar que continuaban estando en la punta de lanza, y que había que contar con España como otra potencia europea. Y el mejor escenario para dicho desagravio, lidiar y someter en apariencia al quebradizo rifeño intervenido por España y Francia.

Hay que partir de la base, que, a lo largo y ancho de los siglos, las Plazas de Ceuta y Melilla sostuvieron tanto bloqueos, como asaltos y agresiones por los norteños, pero, asimismo, de las Tropas de los diferentes sultanes de Fez, cuando por entonces las relaciones pendían de un hilo.

Remontándonos al año 1909, caracterizado fundamentalmente por escaramuzas y atentados de los hombres del perturbador más activo, Jilali ben Driss al-Youssefi al-Zerhouni (1860-1909), comúnmente conocido como El Rogui o Bou Hmara, que en el reinado de Abdelaziz y Abd al-Hafid intentaba hacerse con el trono de Marruecos y liderar el Rif, frente a los nobles de origen berebere fieles al Sultán.

Posteriormente, El Rogui, optó por competir a dos bandas y convertirse en interlocutor con los españoles, viéndose favorecido en las incipientes actividades comerciales de minas y del ferrocarril de la comarca.

Obviamente, las cabilas rifeñas muy al tanto de los movimientos en el tablero geopolítico y geoestratégico del Norte de África, no admitieron este plante insidioso que acaparó la transferencia de concesiones mineras a la Compañía Española de Minas del Rif, en adelante, CEMR.

Finalmente, El Rogui, fue prendido y conducido ante el Sultán para ser juzgado por corrupción. Pero, disconformes y remisos a las explotaciones mineras, el 9/VII/1909, insurgentes rifeños agredieron a los obreros españoles que en Sidi Musa levantaban un puente para la línea férrea. De este incidente puntual, murieron seis trabajadores y uno quedó herido de consideración.

Inmediatamente, el Régimen de Maura que no estaba por la labor de interponerse, recibió imposiciones de los accionistas del CEMR, entre los que se encontraban personajes ilustres de la alta nobleza y que, definitivamente, le comprometen a incrustarse en este recoveco.

En aquellos intervalos, era propuesto Jefe del Ejército en Operaciones, el Comandante de Melilla, General José Marina Vega (1850-1926), con la iniciativa de establecer una periferia de seguridad alrededor de la Ciudad. Para ello, dispuso que el General Guillermo Pintos Ledesma (1856-1909) junto a la ‘Brigada de Cazadores’ de Madrid, inspeccionase los pasos de los Barrancos del Lobo y de Alfer.

Indiscutiblemente, Pintos, se precipita en demasía, al no aguardar la cobertura artillada y desde distintos sitios dominantes del Barranco del Lobo, francotiradores rifeños duchos en la ‘guerra de guerrillas’ perpetran en toda regla una masacre en el que muere. En contraste a lo divulgado y mostrado en plan sensacionalista de la época con más de 1.500 extintos, años más tarde, la cuantificación consensuada por analistas, hace referencia a 153 muertos y 500 heridos.

Pronto, el General en Jefe, Marina, se ocupa personalmente del repliegue, pero, en este caso, valiéndose del respaldo artillado, se ejecuta con éxito e imposibilita la progresión rifeña. Toda vez, que, en España, las reseñas sobrecogen como una espada de doble filo a la opinión pública, al desenmascararse los fiascos y el de sangre en los decesos de los Soldados que irremediablemente alborotan los ánimos populares. Simultáneamente, la imagen de Alfonso XIII es reprochada no ya sólo por socialistas y republicanos, sino que le acompañan las críticas de los liberales moderados. A pesar de las desaprobaciones, condenas y propuestas en una vuelta de tuerca de descalificativos, los refuerzos prosiguen compareciendo en Melilla, que ya congrega a un Ejército compacto de poco más o menos, 40.000 efectivos; además, cuenta con piezas de artillería y buques de guerra para ayudar a la Infantería desde las costas.

Como es sabido, el Monte Gurugú que señorea la Ciudad, es arrebatado en los últimos días de agosto. La amenaza que se cierne en Melilla, por momentos parece difuminarse. De todos modos, no se sugiere una incursión profunda en el territorio del Rif, más bien, se atisba una misión de contención.

Prácticamente medio siglo de estancia y acción constante de España en el Protectorado, de la que, por su imponente sacudida a nivel social, únicamente se recapitula y reflexiona la extensión de los dieciséis años de la ‘Guerra del Rif’, también denominada ‘Segunda Guerra de Marruecos’, habiendo quiénes lo confunden expresamente con el ‘Desastre de Annual’, dejando en el tintero que el conflicto se satisfizo con la derrota del ‘Ejército de la República del Rif’ y la huida de Abd el-Krim y su hermano Mhamed (1892-1967), ante el empuje de las Fuerzas Españolas y la rendición a los franceses.

Por lo tanto, en el tablero de ajedrez del Protectorado y las distintas conflagraciones que concurrieron, hay que partir de cuatro aspectos definidos: primero, las ‘Guerras de África’ (1859-1860; 1907-1911 y 1921-1926) se finiquitaron sin paliativos, con triunfos españoles. Amén, que en el imaginario colectivo se piensa todo lo contrario. Ejemplo de ello es la ‘Guerra de Margallo’ o ‘Primera Guerra del Rif’ (1893-1894), relativamente transitoria e impulsada íntegramente por fundamentos religiosos.

Segundo, los lances, especialmente los dos últimos, no iban encaminados contra Marruecos, sino que el punto de mira estaba puesto en los insurrectos de Yebala y el Rif, y subsiguientemente, en la República del Rif.

Tercero, como anteriormente se ha expuesto, el Protectorado Español persistió cincuenta años, aunque legalmente concluyó en 1956 con la consumación de este y la Independencia de Marruecos. En cambio, sus ramificaciones prosiguieron hasta 1961. En resumen, de estos acontecimientos compartidos, sólo cinco años se verifican teñidos de sangre y cuarenta y cinco de impulso y desarrollo.

Y cuarto, los pros y contras habidos en el Gobierno, adquiriendo más relevancia la praxis civil del Protectorado que, propiamente, la parcela militar, pero del que escasamente se ha tratado en el sinfín de investigaciones realizadas, prefiriéndose escribir más sobre los infortunios y fracasos acaecidos, que la prosperidad y superaciones derivadas.

He de referirme a los Ministerios de Guerra o de Marina, o a la Casa Real, que entretejieron una agenda de degradación, circundando a los responsables políticos de aquel entramado y desmoronamiento generalizado.

Me explico: deshonor y descrédito, por no apropiarnos del armamento adecuado, mayormente, las ametralladoras y morteros que los británicos comercializaban; o no apuntalar con el Ministerio de Marina la estrategia de defensa de Arruit, careciendo de los medios para socorrerla; e incluso, no proporcionar los equipos y enseres indispensables que demandaba aquella empresa, determinándose la receta “ni una peseta, ni una gota de sangre”, surgida por la extorsión de decisiones políticas influenciadas por otras atracciones que indujeron a la ruina.

En consecuencia, transcurridos cien años de la ‘Campaña de Melilla’ y con ella, un suceso fatídico como el ‘Desastre de Annual’, quizás, habría que dejar de lado el beneplácito de las desdichas nacionales, o esa forma extravagante de masoquismo que nos distingue, para evocar con respeto y dolor a los miles de compatriotas sacrificados en los diversos campos de batalla, como la ‘Toma de Igueriben’ (7-VI-1921/21-VI-1921) o el ‘Asedio del Monte Arruit’ (29-VII-1921/11-VIII-1921), en que los combatientes rebeldes de Abd el-Krim (1882-1963) asestaron un durísimo golpe a las ‘Fuerzas Expedicionarias’.

Sin obviar, la ‘Reconquista de Dar Drius’ (8-I-1922), empedrada de éxitos y flamantes intervenciones militares, que, tal vez, se han depurado lastradas, al ser adulterada por los reveses preconcebidos.

Hoy por hoy, al igual que se cuestionan varias incógnitas de lo aquí relatado, sobrecoge la magnitud del descalabro bélico, agravado por la ineptitud de algunos mandos, o el afán improcedente de ocupación colonial por los intereses económicos de la clase política militar que sustentaba la Monarquía.

La ‘Guerra de Melilla’ trazó el derrumbe político de Maura que tenía el favor de Alfonso XIII, hasta la sombría operación norteafricana. Pero, igualmente, constituyó la antesala de un choque dilatado en el tiempo como la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1911/27-V-1927), utilizándose de enseñanza y lecciones aprendidas para los militares africanistas que ejecutaron el ‘Golpe de Estado’ (17-18/VII/1936) contra la II República.

Publicado en el Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta y el Faro de Melilla el día 31/VII/2021. Las fotografías han sido extraídas de National Geographic de fecha 9/II/2021.

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