“La dimensión de la epidemia tífica en la Guerra del Rif“

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El rearme en la argumentación política ha sido históricamente un indicativo de corrientes absorbentes y, tal vez, los indicios de causas de degradación en los sistemas democráticos puestos en escena desde tiempos lejanos. De ahí, que interese hacer hincapié, que aunque una epidemia aglutine afinidades con cualquier conflicto bélico, la enfermedad infecciosa aparecida en tiempos de paz no es igual que en tiempos de guerra, por cuanto se fusionan diversos trastornos y estragos.

Obviamente, valga la redundancia, el contraste entre ambos contextos no es el resultado en sí: que la guerra sea más favorable que la paz para la irrupción de azotes epidémicos, o que las plagas pandémicas en tiempos de guerra acontezcan de manera más severas que en tiempos de paz. Sin lugar a dudas, de lo que se trata es de entrever, que un percance epidemial compensado en trechos de guerra, totaliza una fuente potencial en toda regla de muertes y bajas suplementarias, de las que se conjeturan en las operaciones militares que agigantan el sufrimiento y la consternación, tanto en lo que atañe a las fuerzas enfrentadas como a la población civil.

Y es que, la huella indeleble del curso epidemiológico de las guerras, únicamente se ha visto disminuido en etapas recientes, porque la amplia mayoría de los padecimientos infectos ya suscitaban circunstancias afines a la que actualmente soportamos en los preámbulos del ‘COVID-19’, comúnmente conocido como el ‘Coronavirus’, que por entonces, se descartaba el agente causal o las posibles vías de transmisión y no existir tratamiento o vacunación, o que la sanidad estuviese desprovista de recursos suficientes para detener su propagación.

En esta tesitura, muchas de las evidencias resultan indeterminadas, pero hay algunas que han admitido más deferencia de cara a los cronistas de la medicina, como el cólera, que castigó a los ‘Ejércitos Británicos’ y ‘Franceses’ en el desarrollo de la ‘Guerra de Crimea’ (5-X-1853/30-III-1856); o el tifus en el ‘Frente Oriental’ de la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’ (28-VII-1914/11-XI-1918), fundamentalmente, para la cuestión concreta de Rusia; y naturalmente, la pandemia de la ‘Gripe Española’ (1918-1920), si bien, la repercusión de ésta se canalizó especialmente en la ‘Postguerra’.

En paralelo, salvo la ‘Guerra de la Independencia Española’ (2-VI-1808/17-IV-1814), España no contribuyó en las disyuntivas belicosas de los siglos XIX y XX. No obstante, participó en dos conflictos complejos en tierras africanas experimentando de primerísima mano, los efectos desencadenantes del rostro más amargo y cruel del flagelo epidémico.

Primero, me referiré sucintamente al ‘cólera’, una enfermedad infecto contagiosa intestinal aguda o crónica, promovida por los serotipos O1 y O139 de la bacteria ‘vibrio cholerae’, que arrolló en la ‘Guerra de África’ o ‘Primera Guerra de Marruecos’ (22-X-1859/26-IV-1860); y segundo, el ‘tifus’, un conjunto de enfermedades infecciosas producidas por especies de bacteria del género ‘rickettsia’, transmitidas por la picadura de artrópodos como piojos, pulgas, garrapatas y ácaros, que implicó en la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1911/27-V-1927), también denominada ‘Segunda Guerra de Marruecos’, identificada por la fiebre alta recurrente con escalofríos, cefalea y exantema.

Luego, lo que aquí se describe es un escenario inconfundible por lo que estaba en juego en el engranaje de las epidemias que arrollaron de forma in misericorde, como la guerra con sus pretensiones insospechadas; pero, sobre todo, el ser o no ser de los contingentes, cabilas insurgentes, grupos de harqueños y policía indígena en el campo de batalla, con la sobrevivencia a duras penas de los pobladores en la ‘Zona del Rif’, el colectivo más azotado e indefenso.

Con estos antecedentes preliminares, el ‘cólera’ resultó ser en una de las fatalidades globales del siglo XIX por detrás de la ‘peste negra’ y como tal, su tercera oleada se ocasionó en la ‘India Británica’. Sus consecuencias se amplificaron entre los años 1846 y 1860, con un último brote de menor virulencia que importunó a España, Francia e Italia.

Siguiendo las pistas de la bibliografía minuciosamente examinada, el segundo foco parece sustraerse en la movilización de Tropas Francesas para concurrir a la ‘Segunda Guerra de Independencia Italiana’ (29-IV-1859/11-VII-1959).

Conjuntamente, el retorno de una parte de esta, incluyendo a los cientos por miles de maltrechos a las urbes de Marsella y Tolón, indujo al espectro de un sinfín de episodios de cólera en los puertos, hasta expandirse al Levante Español por medio del comercio y/o el contrabando. Toda vez, que otra porción de los Ejércitos, retornaron en pésimas condiciones a los destacamentos de la ‘Argelia Francesa’.

En este entorno fluctuante, en las postrimerías de 1859 e inicios de 1860, se origina una doble actuación española y francesa en terreno marroquí con la ‘Guerra de África’. La defunción inesperada del Sultán Abd ar-Rahmán ibn Hisham (1778-1859), conllevó a una dinámica de desequilibrios políticos internos, en los que rondaron Francia y España con sus designios de agrandar Argelia y las plazas soberanas de Ceuta y Melilla.

Por un lado, Francia, operó más audazmente y su ‘Fuerza Expedicionaria’ estaba acomodada por unos 20.000 individuos y miles de argelinos, reunidos en la frontera entre el 21 de octubre y el 11 de noviembre a las órdenes del General Edmond-Charles de Martimprey (1808-1883). Y, por otro, España, con alrededor de unos 50.000 soldados reunidos en Algeciras y Ceuta al mando del General Leopoldo O`Donnell y Jorís (1809-1867), a finales de noviembre emprendieron sus movimientos con dos acometimientos transcendentales: primero, en la ‘Batalla de Tetuán’ (4/II/1860) y segundo, en la ‘Batalla de Wad-Ras’ (23/III/1860).

Si con anterioridad a las acciones afloraron las primeras eventualidades del cólera en las Tropas, las expediciones y hostilidades en el Rif que limita con la región de Yebala hasta Kebdana en la frontera con Argelia, indujeron a una explosión epidémica de tales proporciones, que se descifró en poco más o menos, 3.000 decesos y 6.000 contagiados franceses, por 4.000 extintos y 11.000 afectados españoles. Ni que decir tiene, que los sucesos vividos fueron infernales.

Tómese como ejemplo las explicaciones dadas por el médico militar Jean-Alix Védrènes que colaboró en la incursión francesa, aseverando que el cólera “había asolado con un furor sin precedentes […] uno de los ejércitos más hermosos que pisaron suelo africano después de la conquista de Argel”. Precisamente, el acantonamiento situado al lado del río Kiss, en la linde delimitante argelo-marroquí, sería testigo del cólera fulminante al desenvolver su chispa más voraz en cada una de las vertientes de la milicia, acarreando más de 1.500 víctimas.

Cuando el Regimiento de Védrènes se presentó allí, contempló a los jinetes de los goums indígenas, que servían en las Unidades Auxiliares del Ejército de Francia, como piadosamente trasladaban los restos mortales de sus secuaces caídos por el cólera, con una interminable fila a sus puntos de residencia.

Para más inri, se transitaba fatigosamente por las inmediaciones del recinto con deposiciones, que irremediablemente avivaban una intensa fetidez con la estampa de cortinas de moscas pegadas a la superficie, envolviendo las tiendas y ropajes como un manto de duelo. El advenimiento paulatino de otros Regimientos a este sector, aportaba más suministro al patógeno, urgiendo por centenares que se computaban cada día en la cuantificación de óbitos. Con lo cual, la tragedia epidemiológica en el Rif hay que encajarla de galopante y como un tsunami, sobrepasando magnitudes insólitas que configuraron un trance de muerte para los soldados y rifeños; e incluso, mayor que las intervenciones militares, matizando que escasamente se saldó con hechos de armas.

Los inconvenientes de evacuación a los parajes metropolitanos y el desbordamiento de la red hospitalaria de las comarcas adyacentes al teatro operacional, se desentrañó en martirios suplementarios para los más vulnerables y, en último término, en una hecatombe de mortandad.

Irreparablemente, la ramificación del virus se ensanchó azarosamente con la población civil de la retaguardia en Ceuta, la Argelia Francesa, el litoral de Andalucía y Levante y el Sur de Francia.

Y en este entramado sobrecogedor, la epidemia del ‘tifus’ no iba a ser menos en la ‘Guerra del Rif’, aquejando primordialmente a la facción marroquí. Seis décadas más tarde de las ofensivas de Tetuán y Wad-Ras y del avance en Beni Snassen, España y Francia se reencontraron en un callejón sin salida con un espacio tortuoso por el clima y la orografía.

Con el consabido ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), preludio de la ‘Guerra del Rif’, se emprende un alzamiento poco ordenado contra la progresión del Ejército Español, a su vez, encaminándose al núcleo accidentado de la ‘Región del Rif’; erigiéndose en una guerra asimétrica e irregular con la impronta de moderna, en la que ya no sólo interviene España, sino de igual forma, lo hace Francia, empleando miles de hombres apuntalados en el fuego de artillería y una aviación recurrente a los proyectiles incendiarios, explosivos y químicos.

Ciñéndome en las vicisitudes del Rif, con una muestra estadística aproximada de medio millón de personas, sin instrucción se militarizó para la guerrilla y sufrió el suplicio de los intensos bombardeos; además, de las repercusiones del cerco terrestre y marítimo dictaminado por españoles y franceses desde 1925, lo que se interpretó como una depravación acusada en las condiciones de subsistencia. En esta espiral inclinada a la decadencia, el tifus arribó descomedido con continuos brotes epidemiales en esta región.

Y por si faltase algún matiz que oscureciera más el horizonte, aún quedaba en el imaginario las desgracias motivadas por la enfermedad en la Primera Guerra Mundial. Todo ello, a pesar que Charles Jules Henri Nicolle (1866-1936) revelara en 1909 el protagonismo del piojo como vector; sin inmiscuir, el hallazgo en 1916 de la bacteria autora por el patólogo e infectólogo Henrique da Rocha Lima (1879-1956). Porque, tanto la vacuna como su proceso antibiótico, hasta bien entrados los años 40 no estarían disponibles, por lo que en una amalgama de hambre, inmundicia corporal, aglomeración y desfallecimiento, en el ‘Frente Oriental’ derivó en 3 millones de muertos y 30 millones de infecciones.

En Marruecos, la perturbación era secularmente pandémica hasta rotularse una cepa que sobrevino en los primeros combates de ocupación militar del país, entre los años 1911-1914 y 1920-1921. En los momentos inaugurales de la ‘Guerra del Rif’, confluyeron algunos coletazos, pero exclusivamente cuando la lucha se rearmó con carices de guerra convencional, en 1924, se dispararon los brotes hasta amplificarse a las localidades de Ushda y Tetuán, enclaves al Noreste y Norte de Marruecos.

Simultáneamente, los cientos por miles de contagios junto a las paupérrimas indagaciones dadas por los viajeros que a cuenta gotas llegaban a la demarcación, más los refugiados, desertores y condenados huidos, constituyeron el ojo del huracán en el que mirar los orígenes, acentuación y desenvolvimiento del tifus.

La proliferación de piojos por las carencias en la higiene corporal y los atuendos harapientos, más el deterioro de los ambientes de habitabilidad en los alojamientos, viviendas y otras áreas análogas, compusieron el multiplicador perfecto para la aparición de la plaga. Así, en 1925, en pleno asalto rifeño con salvaje ferocidad, nutrido fuego y un violento ataque al arma blanca contra el Imperio colonial francés, el inspector médico militar Joseph Toubert, advirtió que el riesgo más espantoso de la contraofensiva radicaba en la propagación exponencial.

Evidentemente, la afección endémica engarzada a la carestía y pobreza, infligen y sentencian extremadamente a los emporios disidentes y aliados. De hecho, se reconoció que si la conflagración se dilataba hasta la época invernal, los piojos en el ‘Frente Occidental’ resultarían el peor adversario de los rifeños, sino se tomaban algunas medidas proporcionadas para su desaparición, o al menos, contener su avalancha.

Sir ir más lejos, en 1926, al ser puestos en libertad los cautivos franceses retenidos en el Rif, literalmente hubieron de subsistir a su inacabable tormento “con millones de piojos. Los hombres más limpios mataban solo 200 o 300 cada mañana. Los enfermos tenían tal cantidad, que era posible cogerlos a puñados sobre sus hombros”.

Es sabido por la documentación analizada, que múltiples factores asociados a la ‘Guerra del Rif’ determinaron el ahogo de provisiones como la sal, que desapareció totalmente de los pequeños mercados.

Remontándonos al verano de 1925, al limitarse la mano de obra para recoger la cosecha de cereales, ésta se materializó en clave a las prioridades demandadas por los combatientes, sin reparar en las servidumbres de los más desamparados.

A la par, aparatos hispanos y francos arrasaron los campos de cultivo para calcinarlos, así como los sitios donde se acudía a adquirir víveres que aún quedaban a precios desorbitados. El ya aludido bloqueo naval y terrestre en las divisorias con el Marruecos francés y Argelia, y la extensión internacional de Tánger, amputaron los accesos de abastecimiento y el tráfico ilícito de los rifeños.

Varios centenares de detenidos españoles en el Rif hasta mayo de 1926, testificaron lo desesperado de las particularidades inhumanas que experimentaron, aunque en su valoración: “los prisioneros, pasando hambre, pasan menos que la gente rifeña”. Como curiosidad, los oficiales apodaron algunos de los asentamientos donde estaban reclusos como “la cabila del hambre”.

Queda claro, que la presencia de un número importante de presos europeos, magrebíes y senegaleses a merced de los rifeños, se dispuso en otro de los componentes de primerísimo orden para los contagios que habrían de producirse, con la consiguiente escabechina de defunciones.

Si a ello se le añade la red de campos de internamiento emplazados en el entresijo del Rif, el tifus sembró la devastación entre los varones malnutridos, forzados a labores deplorables e incesantes desalojos para no ser descubiertos por el enemigo, al mismo tiempo, que hacinados en cobijos minúsculos e insalubres.

Obligatoriamente, es en esta atmósfera infausta donde el meollo de la epidemia apalea con más reciedumbre, por ello habitualmente se confinaba a los rehenes en recintos apartados y custodiados, sin interesarse que los hombres sanos conviviesen mezclados con los enfermos, coadyuvando a una prominente tasa de letalidad.

Otros que probaron lo descabellado del escenario urgido por la ‘Guerra del Rif’ y empeorado por el tifus, hay que remitirse al otoño de 1925, en la que miles de refugiados expusieron sus vidas por adentrarse en la Ciudad de Tánger. Verificándose que éstos teniendo como único alimento el pan y la harina repartidos por asociaciones benéficas, se encontraban mugrientos, corrompidos de piojos y el jabón era lo más implorado en un espejismo inaccesible.

Llegados hasta aquí, para trabar cualquier vacilación del tifus, se prepararon en los arrabales tiendas para la desinfección y el despiojamiento. Los deportados pasaron de 4.000 a 6.000 y haciéndose eco de lo sobrevenido en el Rif, algunos medios de notable prestigio, llámese el rotativo americano ‘The Boston Globe’, o el francés ‘Le Petit Journal’, o el ‘ABC’, informaron puntualmente que “una grave epidemia de tifus reinaba entre las tribus del Rif”. Subrayándose la severidad y la alta destrucción que empujó a la población a tejerlo como un castigo de Alá contra Abd el-Karim El-Jattabi (1882-1963), líder de los insurgentes.

Por ende, los representantes españoles y franceses no dieron su brazo a torcer para sacudirse de la generalización del tifus en sus respectivas circunscripciones, donde la complicación detonó entre los rifeños encarcelados en el presidio de ‘Bab Dekaken’, en Fez, al Noreste de Marruecos.

Finalmente, es preciso apuntar un último ingrediente que ayudó a la epidemia tífica. Me refiero al planeamiento y dirección de las estrategias esgrimidas en el combate. En otras palabras: desde mediados de 1923, en el ‘Frente de la Región de Melilla’ se contorneó una ‘guerra de trincheras’; algo similar trascurrió en el invierno de 1925, en el ‘Frente de Francia’.

En esta vorágine de pros y contras, las ‘Fuerzas Cabileñas’ al estar faltas de artillería se vieron desbordadas para neutralizar los bombardeos de sus líneas, por lo que en su afán de resguardarse bajo tierra se valieron de refugios subterráneos a prueba de bombas, cualificados para el blindaje de cientos de hombres durante un embate aéreo o barridas artilleras.

El hacinamiento de los guerrilleros en dichos recovecos angostos, sin luminosidad, ni ventilación por fases ampliadas, auspiciaba la sombra del tifus. En verdad, la retaguardia se vio dificultosamente dañada en el trascurso de la penetración aérea, por lo que la urbe civil no le quedó otra que hospedarse en estos abrigos obrados o rastreados aceleradamente en cualquier oquedad, o accidente adecuado de la superficie. De esta manera, hombres, mujeres y niños se acumulaban, intuyendo que tarde o temprano contraerían las calamidades de la enfermedad.

Para algunos analistas, el último y más mortífero ramalazo del tifus en el Rif se desencadenó en la primavera de 1926, no soslayándose, el abatimiento popular tras el fiasco en las negociaciones de paz de Ushda, en francés, Oujda, al Noreste de Marruecos, que integraron los elementos principales en la descomposición definitiva de la resistencia rifeña y la redición incondicional de Abd el-Karim El-Jattabi.

En consecuencia, una vez más, como aconteció en el año 1859 con la expedición francesa, una epidemia ensombreció los acometimientos, convirtiéndose en un socavón de muerte espinoso y enmarañado. Pero, en esta ocasión, el virus no dinamitó en prejuicio de los rifeños, sino a los europeos, que habrían de ser dominados en las siguientes décadas.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 5/V/2021.

*Las fotografías han sido extraídas de National Geographic de fecha 29/IV/2021 y la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.

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