sábado, abril 27, 2024

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Vara de Rey, el héroe olvidado que salvaguardó el Imperio Español

Hasta el año 1898, España conservaba tres amplias e importantes colonias: Cuba y Puerto Rico en el Caribe y el Archipiélago de Filipinas en el Pacífico. El conjunto de islas de este último emplazamiento, sobrepasaba las 3.000. Su inspección resultaba complicada, porque la piratería desplegaba sus tentáculos en las aguas y la aniquilación de esta práctica implicaba serios inconvenientes.

Por tal motivo, el Imperio Español estaba comprometido a ofrecer prácticamente el total de su efímera armada para contrarrestarlo con exiguos cañoneros y cruceros ligeros. Mientras, desde la finalización del reinado de Su Majestad la Reina Doña Isabel II (1830-1904), la metrópoli se encontraba inmersa en una profunda crisis política.

En este escenario irresoluto, S.M. Don Alfonso XIII (1886-1941), por aquel entonces aún Infante, comportaba que las riendas del estado recayesen en la regente, su madre la Reina Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929), viuda del Rey Don Alfonso XII (1857-1885), que desempeñaba su labor junto a don Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar (1825-1903), Presidente del Gobierno y miembro del Partido Liberal progresista, caracterizado por sus habilidades en la retórica. Lo cierto es, que el desequilibrio habido en España, peyorativamente, la convertía en presa fácil.

Entretanto, los actores mundiales merodeaban sus espacios sedientos de dominio, cuestionándose por lógicas económicas las colonias: la hegemonía pendía de un hilo en el que comparablemente preponderaban el ensanchamiento y posterior amplificación territorial, hasta sugestionar el influjo y la moneda.

Tras la celebración de la Conferencia de Berlín (16/XI/1884-26/II/1885), las potencias europeas acordaron sus áreas de expansión en el continente africano, a fin de impedir una colisión bélica. En la teoría, las acometividades que pululaban en las mentes de los líderes, debían haberse aplacado, de hecho, varias alianzas militares definieron zonas estratégicas en Asia y China.

En este entresijo geofísico, España se atinaba desamparada a merced de la ambición e inclinación colonizadora, no ya solo por las fuerzas centrífugas del Viejo Continente, sino, asimismo, por los Estados Unidos de América que bregaba en la confabulación por hacerse con Cuba: un apetecible bocado, por cuya posesión habían aspirado varios presidentes norteamericanos. Tómese como ejemplos, don John Quincy Adams; o don James Knox Polk; don Jr. James Buchanan y don Ulysses S. Grant, respectivamente, como el 6º, 11º, 15º y 18º Presidentes de EE.UU., que hasta el momento habían pugnado por este lugar insular, sin éxito alguno.

Obviamente, España sistemáticamente rehusaba a las propuestas de adquisición. Y es que, el establecimiento de Cuba no se circunscribía únicamente a una cuestión de realce, porque era una de las joyas más productivas de la época: la Isla ostentaba un componente económico pujante, además de tener una situación terrestre valiosa.

En la otra cara de la moneda, la urbe cubana había propagado un fuerte sentimiento patriótico, donde España asfixiaba sus intereses políticos y comerciales, poniéndola sobre las cuerdas comercialmente al impedirle el tráfico de sus materias primas, básicamente, el azúcar de caña con los estadounidenses y otros países.

Era evidente, que la reglamentación española amputaba sustancialmente el protagonismo de la burguesía industrial y comercial cubana. Ante esta complejidad que clamaba a leguas, los cubanos, enervados e impacientados por la contexto de servidumbre que se vivía, emprendieron acciones tumultuosas derivadas en una cruzada en pro de conquistar su independencia.

Con estas connotaciones iniciales, en los últimos días de junio de 1898, inmerso en la Guerra de Cuba (24/II/1895-10/XII/1898), la milicia estadounidense diseñó un plan que radicaba en interceptar la Ciudad Santiago de Cuba, capital de la provincia homónima y término en el que se ubicaba la marina hispana, con el objetivo de capturarla.

Posteriormente, para conseguir invadirla, los americanos debían hacerse con las posiciones de las Lomas de ‘San Juan’ y ‘El Caney’, pequeñas elevaciones que desde el Sudeste destacaban en este enclave.

Ya, en los prolegómenos de esta operación tan crucial para los intereses de España, se producirían actos heroicos de españoles, tal vez, ignorados en su biografía y propia existencia, han podido caer en el olvido de la Historia, que sucintamente disertaré en esta narración.

Este es el caso específico del General de Brigada don Joaquín Vara de Rey y Rubio (1840-1898), protagonista de este pasaje, un sexagenario engalanado con una incomparable barba canosa, que le impedía pasar inadvertido en el campo de batalla, donde el ardor y espíritu impertérrito que supo transmitir efusiva y elocuentemente a sus subordinados, como intrépidos soldados que entregaron lo mejor de sí, hasta la última gota de su sangre.

Vara de Rey, fruto del matrimonio de don Joaquín Vara de Rey y Calderón de la Barca y de doña Clotilde Rubio y Cuevillas, procedía de genes paternos y maternos que conservaban intensos vínculos y gran tradición con el entorno castrense.

Al cumplir los trece años, pidió la entrada en el Colegio de Infantería recientemente reubicado en el Alcázar de Toledo, siendo su progenitor Comandante del ‘Regimiento de Infantería Iberia N.º 30’ con Guarnición en Reus, Tarragona. Acto seguido, Doña Isabel II le confirió la plaza en calidad de candidato al ingreso y ya, en 1856, marchó con su familia a la capital del Reino. El 1 de junio de 1857, era afiliado como caballero cadete; subsiguientemente, dos años más tarde, alcanzaría el empleo de Alférez.

Gradualmente, los ascensos se sucedieron en la proyección militar de Vara de Rey, como los progresivos cambios de residencia que le trasladaron a localidades como Pamplona, Vitoria, Bilbao o Valladolid con sus vicisitudes respectivas, imposibles de reseñar en su totalidad en este texto, pero, inclinándome por las más brillantes que contrastan una visión genérica en la determinación de su autobiografía.

El 17 de agosto de 1864, pasaría destinado al ‘Regimiento de Infantería Isabel II N.º 32’, con ubicación en Madrid; más adelante, las rebeliones cuarteleras de 1873 ilustraron durante una centuria la mentalidad de la oficialidad española, proyectándola a una tendencia más conservadora que no reaccionaria. Así, decenas de oficiales expusieron su insatisfacción demandando el retiro y otros, como Vara de Rey, renunciando el frente y prefiriendo puestos más administrativos: primero, en la ‘Dirección General de Infantería’ y segundo, en la 2.º Sección del ‘Ministerio de la Guerra’.

Solamente llevaba dos meses de estancia en Madrid, cuando las medidas contraídas por el Presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República don Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899), para extirpar el desconcierto generalizado, le obligaron a retornar al servicio activo. A tales efectos, en el ‘Batallón de Reserva de Alicante N.º 50’, uno de los Cuerpos de Voluntarios instituidos, defendió la Ciudad contra los cantonalistas y, en enero de 1874, contribuyó en la toma de Cartagena. Por su notable actuación en estos sucesos de armas, se le otorgó la Cruz roja del Mérito Militar.

Luego, solicitó y adquirió el destino en el ‘Batallón Provisional de Lérida N.º 42’, con el que concurrió en 1872 en la sangrienta tercera campaña, donde S.M. el Rey Don Alfonso XII dispuso tomar la iniciativa con el Ejército del Norte, disponiéndose a dar el golpe decisivo en la Guerra Carlista,

El 13 de diciembre de 1875, por los méritos acumulados en el Maestrazgo, asciende al empleo de Comandante; tres años después, en 1878, logra el rango de Teniente Coronel, encomendándosele la ‘Comandancia Militar’ de Tudela.

Brevemente, antes de argumentar la efeméride memorable que distinguió en mayúsculas a Vara de Rey, nada más arribar en Manila, se le confió el ‘Regimiento de Infantería España N.º 1’, con el que participó en las intervenciones conducentes para afianzar la soberanía española en la Isla de Mindanao, la segunda más grande del Archipiélago.

Su lustrosa aportación, le supuso otra Cruz roja del Mérito Militar.

En 1891 adquiere la condición de Coronel, transcurridos unos años y como consecuencia del levantamiento de Cuba, el 8 de marzo de 1895, es puesto a disposición del Capitán General don Emilio Calleja Isasi (1830-1906), quien prontamente, le asigna una columna constituida por dos de los batallones recientemente venidos de España, circunscritos en la División de Santiago de Cuba.

El 1 de julio de 1898, los 6.500 componentes de la 2.ª División del Mayor General don Henry Ware Lawton (1843-1899) se acercaron a la aldea de ‘El Caney’, a unos 8 kilómetros de Noreste de Santiago. El poblado, escasamente disponía de un grupo de inconsistentes edificaciones de pedrusco y algo similar a la cantidad de callejuelas, al igual, que sus colinas adyacentes, en un majestuoso reducto defensivo que apuntalaba la embocadura principal a Santiago.

El destacamento hispano estaba acomodado por tres compañías de ‘Regulares’ del Primer Batallón del 29.º ‘Regimiento de la Constitución’, más 40 integrantes del ‘Regimiento de Santiago’ y una ‘Compañía de Guerrillas’, con dos cañones Plasencia de retrocarga.

La suma íntegra, 527 efectivos a las órdenes directas de Vara de Rey, sin contar con el apoyo artillero. Cifra que evidencia la abrumadora desventaja en el número humano. Pero, el recinto de ‘El Caney’, suponía para los norteamericanos desde su incursión en Cuba, uno de los mayores impedimentos con los que se topaban.

El refugio se recostaba en un antiguo fortín de piedra distinguido como ‘El Viso’, en la demarcación derecha de la población, a una altitud aproximada de unos 30 metros. Los expertos en el tema, consideran que la cresta se asimilaba al cráter de un volcán y era impenetrable a cualquier acometimiento.

Se hendieron aberturas en los muros de las casas, al objeto de adecuarlos a los disparos a resguardo. De manera, que se interconectaba con seis blocaos de madera, una sucesión de alambradas de espino y un camino de trincheras en zigzag de unos 45 metros, con un calado suficiente como para preservar a un soldado hasta los hombros.

En el otro bando, Lawton situó a sus tres Brigadas preferentes: ‘Ludlow’, ‘Miles’ y ‘Chaffee’ para sitiar la colocación de Vara de Rey, hasta desbastar su radio de retirada hacia Santiago. Con esta táctica, procuraba fulminar una penetración perfectamente organizada y entroncada sobre el baluarte español, una vez que lo hubiese reducido con la artillería.

El combate despuntó en el silencio de la alborada, cuando cuatro cañones de la Batería ‘E’ del 1.º de Artillería de los EE.UU. propinó un pantallazo de fuego ensordecedor, para desintegrar el punto estático de protección precedente al asalto definitivo. Desgraciadamente para los secuaces de Lawton, la inmensa mayoría de las descargas alcanzaron el ensanche, en vez de percutir en la fortificación o las zanjas.

La progresión de la Infantería estadounidense se detuvo imprevisiblemente por una muralla de plomo de unos 900 metros; de pronto, los máuser españoles hicieron súbitamente su aparición: las unidades de vanguardia que discurrían a campo abierto, padecieron bajas calamitosas.

Un testigo expondría que los americanos se desplomaban “como si fueran mazorcas de maíz, cercenadas de los tallos por el cuchillo gigante de un segador inexorable”. Otro afirmó, que “El Caney se había tornado en un auténtico volcán en erupción, al que era imposible acercarse”.

Lawton, consideró que Vara de Rey y sus incondicionales no serían derrotados fácilmente. En un instante de la irrupción, el General Mayor don William Rufus Shafter (1835-1906), le ordenó que interrumpiera el gravoso enfrentamiento, pero éste, había implicado muchas tropas como para dar marcha atrás, estando convencido que un triunfo de lado español iba a ser un mazazo para la moral americana.

Una tregua transitoria facilitaría la reconstrucción de la línea defensiva, haciendo algunos preparativos para la arremetida final. Para ello, se comenzó a ahondar diversos trazos de trincheras e incidir con aberturas verticales, estrechas y profundas practicadas en las fachadas traseras. En la porción delantera, se desplegaron estacas y parapetos de tierra en la confluencia de las calles.

Sin la concurrencia de los refuerzos previstos para auxiliar las deshechas protecciones de ‘El Caney’, unido a la munición poco más o menos, consumida, las fuerzas contendientes se arrojaron en hervideros una tras otras, intensificando el fuego ante el arrebato esforzado de los españoles que, irremisiblemente, comenzaron a ceder.

Definitivamente, los cañones norteamericanos desmoronaron los blindajes como tales, detonando una brecha en la posición hispana por la que se abalanzaron mortalmente las milicias del 12.º y 25.º Regimientos de los Estados Unidos: nueve horas inacabables de dura contienda, entre heridos y fallecidos que rebasaban el 80%, cuando Vara de Rey hubo de dictaminar dolorosamente a sus bravos hombres que desechasen los baluartes del ‘El Caney’.

No cabía afrenta en este retroceso, porque los españoles habían competido como valientes y empobrecido hasta la extenuación a una división americana en franca inferioridad, encabezada por un veterano de la Guerra de Secesión, Lawton. En un defecto de arrogancia, el Mayor General inglés, había subestimado el tesón y la disciplina de los garantes al servicio de la Corona de España, augurando que no hallaría tenacidad en su abordaje sobre la Loma de ‘San Juan’.

La magna generosidad puesta en escena por quiénes combatieron codo a codo, más el temple del alma de quién los conducía, le despojó de su altivez. El empeño y la gallardía de Vara de Rey, no tuvieron comparación en la Guerra Hispano-Estadounidense. No titubeando en exponerse ante el peligro de forma atrevida, pareciendo inexpugnable a las metrallas y proyectiles del rival.

Vara de Rey difícilmente podía ser confundido: su atuendo de rayadillo bordado con galón dorado, su pomposo sombrero jipijapa y su crecida barba cana, desentonaban sobre el verdoso y castaño de la vista, convirtiéndole en blanco perceptible para los fusiles de cerrojo springfields y krags.

Tanto los estadounidenses, como los españoles y cubanos que estaban in situ aquella jornada, hubieran coincidido en asegurar que Vara de Rey, había hecho gala de un extraordinario carácter y audacia en el transcurso del choque.

Conforme la lucha alcanzaba el intervalo más trágico, Vara de Rey se desmoronó desfallecido con heridas en el tercer segmento del miembro inferior, o séase, las piernas. Como buenamente se pudo en el intercambio de la fusilería, se intentó desalojarlo en camilla, posiblemente, los estadounidenses no se percataron de lo ocurrido entre la cortina de humo, viendo a los españoles ausentarse del medio sitiado.

Gravemente maltrecho, habría que interpelarse, si Vara de Rey halló paz, convencido que había cumplido su misión para vigorizar la ofensiva con el comportamiento irreprochable de sus hombres. Simultáneamente, dos de los camilleros murieron, aun así, hubo esfuerzos para protegerlo, pero las incesantes andanadas acabarían con el herido, que finalmente recibió un impacto en la cabeza.

En milésimas de segundos, el esmerado repliegue se desmenuzó en escapada, encaramando a los victoriosos americanos a adueñarse de ‘El Caney’. Solo 80 de los curtidos españoles, casi todos extenuados y magullados, lograron huir hasta Santiago, el resto perecieron o lo capturaron.

Entre los difuntos, se hallaban dos hijos y un sobrino de Vara de Rey; su hermano, malherido era detenido. Las huestes americanas pagaron muy cara la victoria: 81 habían sucumbido y 360 lesionados y mutilados de consideración. Lawton, mandó sepultar los restos de Vara de Rey en una sencilla fosa cercana al campo de batalla.

Algunas fuentes bibliográficas han evaluado ‘El Caney’ como “la batalla más encarnizada de la guerra”. A pesar del estereotipo conceptuado por la diferenciación cuantitativa de los soldados y oficiales españoles en Cuba, los americanos no dejaron de subrayar el arrojo e ímpetu participativo de Vara de Rey.

La localización de sus restos mortales habiendo pasado cinco años, reflejarían momentos de dificultades e incertidumbre para el dispositivo de exhumación español; llegándose a exhumar los huesos de una mula, al deducirse que pertenecían a los del difunto, hasta que el General don Manuel Valderrama identificó el cadáver.

Don Joaquín Vara de Rey y Rubio, se le concedió a título póstumo la Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando, conocida popularmente como ‘Laureada de San Fernando’, la más preciada condecoración militar del Reino de España; amén, de resaltarse la reminiscencia de su memoria, con una estatua de bronce en la Ciudad que le vio nacer, su Ibiza natal, esculpiéndose para la posteridad: la entrega imperecedera al Imperio Español.

Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 24/VI/2020.

Las fotografías han sido extraídas de National Geographic de fecha 21/VI/2020 y la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.

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